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jueves, 16 de octubre de 2014

Los efectos de un conocimiento genuino de Dios Parte I



Cuando procuramos un conocimiento sincero, auténtico y bíblico con respecto a Dios, deben evidenciarse en nosotros las pruebas de que realmente conocemos a Dios. Miremos algunos efectos que se producen cuando leemos, estudiamos y aplicamos la Biblia a nuestra vida:

1. Una clara noción de los derechos de Dios.

Entre el Creador y la criatura ha habido constantemente una gran controversia sobre cuál de ellos ha de actuar como Dios, sobre si la sabiduría de Dios o la de los hombres deben ser la guía de sus acciones, sobre si su voluntad o la de ellos tiene supremacía. Lo que causó la caída de Lucifer fue su decisión de no obedecer al Creador: “Tú que decías en tu corazón: subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo” (Is. 14:13, 14). La mentira de la serpiente que engañó a nuestros primeros padres y los llevó a la destrucción fue: “seréis como Dios” (Gn. 3:5). Y desde entonces el sentimiento del corazón del hombre natural ha sido: “Apártate de nosotros, porque no queremos el conocimiento de tus caminos. ¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos? ¿Y de qué nos aprovechará que oremos a él?” (Job 21:14, 15). “Por nuestra lengua prevaleceremos; nuestros labios son nuestros; ¿quién es señor de nosotros?” (Sal. 12:4).

El pecado ha excluido a los hombres de una experiencia personal y genuina con Dios (Ef. 4:18). El corazón del hombre es contrario a él, su voluntad es opuesta a la suya, su mente está en enemistad con Dios (Col. 1:21). Por estas razones, la salvación significa ser restaurado a la comunión con Dios: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Ped. 3:18). Así pues, la salvación significa ser reconciliado con Dios; y esto implica e incluye que el dominio del pecado sobre nosotros sea quebrantado, la enemistad interna termine y el corazón se rinda a Dios. Esta es la verdadera conversión; es el derribar todo ídolo en nuestro corazón (todo lo que ponemos por encima de Dios), el renunciar a las vanidades vacías de este mundo engañoso, el reconocer a Dios como nuestro Rey y que él gobierne en cada área de nuestra vida. El deseo y la decisión de los verdaderos convertidos es que ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (2 Cor. 5:15).

Dios reclama su legítimo dominio sobre nosotros como Creador, Dueño y Salvador; por eso, aquellos que conocen las Escrituras admiten su autoridad y con amor se someten a ella. Los convertidos «se presentan a sí mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y sus miembros, como instrumentos de justicia» (Rom. 6:13). Esta es la exigencia que Dios nos hace: morir a nosotros mismos y seguir el ejemplo de Cristo, el cual se negó a sí mismo para obedecer a Dios completamente (Lc. 14:26-33).

Ahora bien, nos beneficiamos de las Escrituras, en la medida en que DIOS REINA EN NOSOTROS y esto pasa a ser nuestra propia experiencia (ya no consiste en palabras solamente). Es imposible que esto suceda si desconocemos las Escrituras porque ellas nos muestran la voluntad de Dios y somos bendecidos en cuanto obtenemos una clara y plena visión de los derechos de Dios, y nos rendimos a ellos.

2. Un temor mayor de la majestad de Dios.

“Tema a Jehová toda la tierra; teman delante de él todos los habitantes del mundo” (Sal. 33:8). Dios está tan alto sobre nosotros que el pensamiento de su majestad debería hacernos reflexionar y mostrar temor reverente (respeto) hacia él y hacia sus mandamientos. Su poder es tan grande que la comprensión del mismo debería conmovernos. Dios es santo (más de lo que podemos comprender); él aborrece completamente el pecado, y su sentencia sobre el pecado es la muerte y la condenación eterna (Rom. 6:23; Jn. 3:19, 20). “Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él” (Sal. 89:7).

“El temor de Jehová es el principio de la sabiduría” (Pr. 9:10) y la sabiduría es la aplicación adecuada del conocimiento. Cuanto Dios es verdaderamente conocido, será debidamente temido (respetado y obedecido). Del pecador está escrito: “No hay temor de Dios delante de sus ojos” (Rom. 3:18). No se dan cuenta de su majestad, no se preocupan de su autoridad, no respetan sus mandamientos, no les alarma el que los haya de juzgar. Sin embargo, el creyente arrepentido del pecado y consagrado de corazón, tiene una promesa: “Y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí” (Jer. 32:40). Por tanto, el creyente fiel tiembla ante su palabra y anda cuidadosamente delante de él (Is. 66:2).

“El temor de Jehová es aborrecer el mal; la soberbia y la arrogancia, el mal camino, y la boca perversa, aborrezco” (Pr. 8:13).

“Con misericordia y verdad se corrige el pecado, y con el temor de Jehová los hombres se apartan del mal” (Pr. 16:6).

El hombre que vive en el temor de Dios es consciente de que “los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos” (Pr. 15:3), por lo que dirige su conducta privada (así como la pública) según los principios de la Ley de Dios. El que se abstiene de cometer algunos pecados porque los ojos de los hombres están sobre él, pero no vacila en cometerlos cuando está solo, carece del temor de Dios. Asimismo el hombre que modera su lengua cuando hay creyentes alrededor, pero no lo hace en otras ocasiones, carece del temor de Dios; no tiene una conciencia que le inspire temor de que Dios le ve y le oye en toda ocasión. El alma verdaderamente regenerada tiene un temor de respeto hacia Dios y no quiere desobedecerle ni desagradarle. No, su deseo real y profundo es agradar a Dios en todas las cosas, en todo momento y en todo lugar. Su ferviente oración es: “Enséñame, oh Jehová, tu camino; caminaré yo en tu verdad; afirma mi corazón para que tema tu nombre” (Sal. 86:11).

El verdadero discípulo de Cristo es enseñado a temer a Dios (Sal. 34:11-14; Pr. 2:1-5). Es a través de las Escrituras que aprendemos que los ojos de Dios están siempre sobre nosotros, notando nuestras acciones y pesando nuestros motivos. El Espíritu Santo aplica las Escrituras a nuestros corazones y nos dice: “persevera en el temor de Jehová todo el tiempo” (Pr. 23:17).

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