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miércoles, 22 de octubre de 2014

Los efectos de un conocimiento genuino de Dios Parte II



3. Una mayor reverencia a los mandamientos de Dios.

El pecado entró en el mundo cuando Adán quebrantó la ley de Dios (el mandato que Dios estableció para él), y todos sus hijos fueron engendrados en su corrupta semejanza. La Biblia dice que «el pecado es infracción de la ley» (1 Jn. 3:4). Infracción es sinónimo de desacato, trasgresión y desobediencia. Cuando se comete cualquier pecado, estamos rechazando la ley de Dios y por tanto, estamos teniendo en poco la autoridad de Dios. En otras palabras, el pecado se constituye en una rebelión en contra de Dios y de su gobierno soberano. Al mismo tiempo, el pecado consiste en imponer nuestra voluntad por encima de la voluntad de Dios.

En estos términos, la salvación que Cristo nos ofrece al morir en la cruz se centra especialmente en la liberación del pecado, de su culpa, de su poder, así como de su castigo.

El mismo Espíritu que nos hace ver la necesidad de la gracia de Dios en Cristo, nos hace ver la necesidad del gobierno de Dios para regirnos. Por ende, la promesa de Dios a los creyentes es: “Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo” (Heb. 8:10).

La Palabra de Dios nos revela a Cristo como Salvador y nos otorga la obra del Espíritu Santo, el cual regenera nuestra alma; así pues, tenemos la capacidad de obedecer a Dios porque hemos recibido su amor (Rom. 5:5). Jesús dijo: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn. 14:23). El apóstol Juan dijo: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos” (1 Jn. 2:3).

Obviamente, ninguno de nosotros los guarda a cabalidad, pero el corazón que tiene a Cristo y que es guiado por el Espíritu Santo, anhela obedecer a Dios siempre y aborrece el pecado. El apóstol Pablo dijo: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Rom. 7:22). El salmista dijo: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Sal. 119:11).

Toda enseñanza que rechaza o distorsiona la autoridad de Dios, que no hace caso de sus mandamientos, que justifica el pecado… su origen es satánico. Recordemos que la serpiente tomó la Palabra de Dios y torció el sentido de lo que Dios había ordenado, a fin de desviar el corazón de Eva hacia la desobediencia (Gn. 3:1-7). De igual manera, Satanás torció las Escrituras al tentar a Cristo y lo invitó a transgredir la ley de Dios con argumentos engañosos pero vemos a Cristo citando las Escrituras y derribando toda idea contraria a la perfecta voluntad de Dios (Mt. 4:1-11).

- Cristo nos liberó de la maldición de la Ley (la maldición que venía por desobedecerla), pero ratificó la voluntad de Dios de que vivamos en la justicia y en la santidad que ella exige.
- Cristo nos ha salvado de la ira de Dios, pero no nos lleva a vivir lejos de su gobierno.
- Cristo trajo la gracia para andar en libertad por el Espíritu pero jamás justificará la maldad de aquellos que quieran abusar de la gracia de Dios, andando en el libertinaje.

La libertad no consiste en hacer lo que nosotros queramos, bajo el pretexto de una mala interpretación de la gracia de Dios. La libertad en Cristo consiste en que su amor nos salvó, nos perdonó y nos transforma cada día para que seamos como él: santos, limpios, íntegros, de buen testimonio, obedientes a toda la Ley de Dios, sencillos y compasivos. Lo contrario a esto es impiedad, desobediencia a Dios, hipocresía y apostasía, porque seremos un mal testimonio al mundo y una vergüenza para Dios y para el evangelio.

El apóstol Pablo muestra que los creyentes estamos bajo la ley de Cristo y ella es mucho más exigente que la ley de Moisés porque nos conduce a ser imitadores del ejemplo de Cristo. El apóstol Juan afirma: “El que dice que está en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6).

…pero ¿cómo anduvo Cristo?

En perfecta obediencia a Dios; en completa sujeción a la ley, honrándola y obedeciéndola en pensamiento, palabra y hecho. No vino a abolir la Ley, sino a cumplirla (Mt. 5:17).

Podemos decir: yo creo en Cristo, yo camino con él, yo vivo para él, yo le sigo, yo soy cristiano, yo le conozco… pero nuestra fe, nuestra comunión y nuestro amor hacia Cristo no se prueban por emociones o palabras hermosas, sino guardando sus mandamientos y siendo cada vez más semejantes a él (Jn. 14:15).

La oración constante del cristiano verdadero debe ser: “Guíame por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo mi voluntad” (Sal. 119:35).

En la medida en que nuestra lectura y estudio de las Escrituras, por la aplicación del Espíritu Santo, produce un AMOR OBEDIENTE y un RESPETO VERDADERO en nosotros por los mandamientos de Dios, estamos obteniendo un conocimiento genuino de Dios; de lo contrario, somos uno más del grupo de admiradores nominales de Cristo, los cuales se convierten en potenciales piedras de tropiezo para los que quieran seguir a Jesús de verdad.

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