3. Una mayor
reverencia a los mandamientos de Dios.
El
pecado entró en el mundo cuando Adán quebrantó la ley de Dios (el mandato que
Dios estableció para él), y todos sus hijos fueron engendrados en su corrupta
semejanza. La Biblia dice que «el pecado es infracción de la ley» (1 Jn. 3:4).
Infracción es sinónimo de desacato, trasgresión y desobediencia. Cuando se
comete cualquier pecado, estamos rechazando la ley de Dios y por tanto, estamos
teniendo en poco la autoridad de Dios. En otras palabras, el pecado se
constituye en una rebelión en contra de Dios y de su gobierno soberano. Al
mismo tiempo, el pecado consiste en imponer nuestra voluntad por encima de la
voluntad de Dios.
En
estos términos, la salvación que Cristo nos ofrece al morir en la cruz se
centra especialmente en la liberación del pecado, de su culpa, de su poder, así
como de su castigo.
El
mismo Espíritu que nos hace ver la necesidad de la gracia de Dios en Cristo,
nos hace ver la necesidad del gobierno de Dios para regirnos. Por ende, la
promesa de Dios a los creyentes es: “Pondré
mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a
ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo” (Heb. 8:10).
La
Palabra de Dios nos revela a Cristo como Salvador y nos otorga la obra del
Espíritu Santo, el cual regenera nuestra alma; así pues, tenemos la capacidad
de obedecer a Dios porque hemos recibido su amor (Rom. 5:5). Jesús dijo: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi
Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn. 14:23). El
apóstol Juan dijo: “Y en esto sabemos que
nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos” (1 Jn. 2:3).
Obviamente,
ninguno de nosotros los guarda a cabalidad, pero el corazón que tiene a Cristo
y que es guiado por el Espíritu Santo, anhela obedecer a Dios siempre y
aborrece el pecado. El apóstol Pablo dijo: “Porque
según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Rom. 7:22). El
salmista dijo: “En mi corazón he guardado
tus dichos, para no pecar contra ti” (Sal. 119:11).
Toda
enseñanza que rechaza o distorsiona la autoridad de Dios, que no hace caso de
sus mandamientos, que justifica el pecado… su origen es satánico. Recordemos
que la serpiente tomó la Palabra de Dios y torció el sentido de lo que Dios
había ordenado, a fin de desviar el corazón de Eva hacia la desobediencia (Gn.
3:1-7). De igual manera, Satanás torció las Escrituras al tentar a Cristo y lo
invitó a transgredir la ley de Dios con argumentos engañosos pero vemos a
Cristo citando las Escrituras y derribando toda idea contraria a la perfecta
voluntad de Dios (Mt. 4:1-11).
-
Cristo nos liberó de la maldición de la Ley (la maldición que venía por
desobedecerla), pero ratificó la voluntad de Dios de que vivamos en la justicia
y en la santidad que ella exige.
-
Cristo nos ha salvado de la ira de Dios, pero no nos lleva a vivir lejos de su
gobierno.
-
Cristo trajo la gracia para andar en libertad por el Espíritu pero jamás
justificará la maldad de aquellos que quieran abusar de la gracia de Dios,
andando en el libertinaje.
La
libertad no consiste en hacer lo que nosotros queramos, bajo el pretexto de una
mala interpretación de la gracia de Dios. La libertad en Cristo consiste en que
su amor nos salvó, nos perdonó y nos transforma cada día para que seamos como
él: santos, limpios, íntegros, de buen testimonio, obedientes a toda la Ley de
Dios, sencillos y compasivos. Lo contrario a esto es impiedad, desobediencia a
Dios, hipocresía y apostasía, porque seremos un mal testimonio al mundo y una
vergüenza para Dios y para el evangelio.
El
apóstol Pablo muestra que los creyentes estamos bajo la ley de Cristo y ella es
mucho más exigente que la ley de Moisés porque nos conduce a ser imitadores del
ejemplo de Cristo. El apóstol Juan afirma: “El
que dice que está en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6).
…pero
¿cómo anduvo Cristo?
En
perfecta obediencia a Dios; en completa sujeción a la ley, honrándola y
obedeciéndola en pensamiento, palabra y hecho. No vino a abolir la Ley, sino a
cumplirla (Mt. 5:17).
Podemos
decir: yo creo en Cristo, yo camino con él, yo vivo para él, yo le sigo, yo soy
cristiano, yo le conozco… pero nuestra fe, nuestra comunión y nuestro amor
hacia Cristo no se prueban por emociones o palabras hermosas, sino guardando
sus mandamientos y siendo cada vez más semejantes a él (Jn. 14:15).
La
oración constante del cristiano verdadero debe ser: “Guíame por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo mi
voluntad” (Sal. 119:35).
En
la medida en que nuestra lectura y estudio de las Escrituras, por la aplicación
del Espíritu Santo, produce un AMOR OBEDIENTE y un RESPETO VERDADERO en
nosotros por los mandamientos de Dios, estamos obteniendo un conocimiento
genuino de Dios; de lo contrario, somos uno más del grupo de admiradores
nominales de Cristo, los cuales se convierten en potenciales piedras de tropiezo
para los que quieran seguir a Jesús de verdad.
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