4. Más confianza en la suficiencia de Dios.
Cuando ponemos
nuestra confianza en alguna cosa o en alguna persona por encima de Dios, esto
se convierte en un “dios” para nosotros. Precisamente, lo que caracteriza a
todos los no regenerados por el Espíritu Santo (mediante las Escrituras) es que
se apoyan sobre un brazo de carne (Jer. 17:5). Sin embargo, cuando conocemos a
Cristo de verdad por la gracia de Dios, nuestro corazón es libre de esta
mentalidad, para apoyarnos solamente en el Dios vivo. Por tanto, el lenguaje
del creyente fiel es:
“A ti, oh Jehová, levantaré mi alma. Dios mío, en ti
confío; no sea yo avergonzado” (Sal. 25:1, 2).
“De manera que podemos decir confiadamente: el Señor
es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre” (Heb. 13:6).
El creyente
verdadero confía en Dios para que le proteja, le bendiga y le provea de lo
necesario. Su mirada está puesta sobre una fuente invisible que nunca cesa de
otorgar gracia y favor.
Esta fe nace,
crece y se fortalece por el oír la palabra de Dios (Rom. 10:17). Así que,
cuando se medita en la Escritura y se reciben sus promesas de corazón, la fe es
reforzada, la confianza en Dios es aumentada y la seguridad en él se
profundiza. De este modo, podemos descubrir si estamos beneficiándonos o no de
nuestro estudio de la Biblia.
5. Mayor deleite en las perfecciones de Dios.
Cuando el hombre
pone su mirada en algo por encima de Dios para convertirlo en la fuente
principal de su satisfacción, se constituye en un “dios” para él. La persona no
convertida a Cristo busca su satisfacción en sus placeres y en sus posesiones
(ignorando al Dios del cielo y de la tierra). Sin embargo, el verdadero
cristiano se deleita en las maravillosas perfecciones de Dios. El reconocer y
honrar a Dios (no solo de labios sino de hecho y en verdad) es amarle más que
al mundo (y todo lo que hay en él) y valorarle por encima de todo lo demás y
sobre todas las personas. Se necesita tener una comprensión por experiencia de la
expresión: “amarle con todo el corazón,
con todo el entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas” (Mr.
12:33). Los que conocen a Dios (a través de las Escrituras, por la obra de
Cristo y por la iluminación del Espíritu Santo) reciben de Dios un gozo
inexplicable, el cual nadie puede obtener por sí mismo ni lo puede hallar en
otro ser humano ni lo puede encontrar en los placeres del mundo (Rom. 5:11).
Las cosas
espirituales no son atractivas para la naturaleza pecaminosa de la carne pero
el creyente que se delita en Dios puede decir: “en cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien” (Sal. 73:28).
El hombre que
vive según la carne tiene muchos deseos y ambiciones pero el alma regenerada
por Dios y que vive según el Espíritu, declara: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en
la tierra” (Sal. 73:25). Cuando el corazón no se ha acercado a Dios ni se
deleita en Dios, es porque está vacío de él, y está muerto en delitos y pecados
(Ef. 2:1).
El lenguaje de
los creyentes fieles es: “Aunque la
higuera no florezca, ni en las vides haya frutos… aunque falte el producto del
olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la
majada, y no haya vacas en los corrales;
con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi
salvación. Jehová el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como de
ciervas, y en mis alturas me hace andar” (Hab. 3:17-19).
El cristiano
genuino puede regocijarse aún cuando el viento es contrario y las tempestades
se levantan; veamos dos ejemplos extremos en las Escrituras:
- Cuando todas
sus posesiones materiales le son quitadas (Heb. 10:34).
- Cuando es
azotado, maltratado y privado de la libertad por causa de Cristo (Hch.
16:22-25).
En síntesis,
cuando comprendemos que Dios es la fuente de toda felicidad y el deleite más
grande que pueda existir, todo lo demás pasa a un segundo plano, pero esta
experiencia solo se disfruta mediante un conocimiento personal y una relación
más profunda con Dios a través de las Escrituras.
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