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lunes, 8 de diciembre de 2014

La salvación del poder del pecado Parte I


 

a. La liberación del pecado aplica únicamente para pecadores arrepentidos

Puesto que la salvación del poder del pecado es una provisión de la gracia de Dios para los que ya son salvos de la culpa y de la pena del pecado, la doctrina que en este capítulo consideramos se limita en su aplicación solamente a los regenerados (nacidos de nuevo). Aunque ya están salvos y seguros en Cristo, los cristianos tienen todavía la disposición a pecar. De esto tenemos pruebas abundantes en las Escrituras y en la experiencia humana. Basándose en el hecho de que los cristianos pecan, el N.T. procede a explicar cuál es el camino divinamente trazado para que el hijo de Dios se libere del poder del pecado.

Cuando un cristiano piensa que no puede pecar ni tener la inclinación al pecado, refleja que no ha alcanzado madurez espiritual en este aspecto y que no ha entendido esta realidad espiritual en las Escrituras; así pues, se alarma y se confunde, y aún duda de su salvación, cuando descubre en su humanidad el poder del pecado. Es una actitud positiva que se preocupe por el pecado, debido a la ofensa que éste ocasiona a la santidad de Dios… pero, en lugar de poner en duda su salvación o entregarse a la práctica del pecado, debería escudriñar lo que Dios en su gracia ha provisto para que sus hijos puedan liberarse del dominio del pecado.

Con excepción del plan de salvación, no hay otro tema más importante que demande un conocimiento completo para la mente humana que el plan divino por el cual un cristiano puede vivir para la gloria de Dios y honrar sus mandamientos. Por consiguiente, en la predicación del evangelio existe una gran necesidad de claridad en la exposición de la doctrina bíblica de la salvación del poder del pecado.

b. El problema del pecado en la vida de un cristiano

Habiendo recibido la naturaleza divina, pero reteniendo todavía la naturaleza humana inclinada al pecado, cada hijo de Dios posee dos naturalezas; la divina es incapaz de pecar, y la otra es incapaz de practicar la santidad (1 Ped. 1:3, 4).

La antigua naturaleza, algunas veces llamada «pecado» (significando la fuente del pecado) y «viejo hombre», es una parte de la carne. Por esto es que el apóstol Pablo declara: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (Rom. 7:18). Por otro lado, teniendo en vista la naturaleza divina que es impartida al creyente, el apóstol Juan dice: “Todo aquel que es nacido de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Jn. 3:9). Este versículo enseña que todo cristiano que ha nacido de Dios, no practica el pecado (el verbo en el tiempo presente implica una acción continua). Sin embargo, debe observarse que en esta misma carta, Juan advierte a cada hijo de Dios que no pretenda no poseer una naturaleza pecaminosa (1:8) o que no ha cometido pecado (1:10).

Estas dos fuentes de actividad que el cristiano tiene en sí mismo se consideran también de otra forma: la carne y el Espíritu Santo están activos en un conflicto permanente.

“Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gál. 5:16, 17).

El apóstol Pablo no se está refiriendo en estas palabras al cristiano carnal, sino al que es más espiritual, y aún, al que no está satisfaciendo la concupiscencia de la carne.

Este conflicto existe ciertamente en el cristiano espiritual, y si él se ve libre de los efectos y concupiscencias de la carne, es porque está caminando bajo la dirección del Espíritu.

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