a. La liberación
del pecado aplica únicamente para pecadores arrepentidos
Puesto
que la salvación del poder del pecado es una provisión de la gracia de Dios
para los que ya son salvos de la culpa y de la pena del pecado, la doctrina que
en este capítulo consideramos se limita en su aplicación solamente a los
regenerados (nacidos de nuevo). Aunque ya están salvos y seguros en Cristo, los
cristianos tienen todavía la disposición a pecar. De esto tenemos pruebas
abundantes en las Escrituras y en la experiencia humana. Basándose en el hecho
de que los cristianos pecan, el N.T. procede a explicar cuál es el camino
divinamente trazado para que el hijo de Dios se libere del poder del pecado.
Cuando
un cristiano piensa que no puede pecar ni tener la inclinación al pecado,
refleja que no ha alcanzado madurez espiritual en este aspecto y que no ha entendido
esta realidad espiritual en las Escrituras; así pues, se alarma y se confunde,
y aún duda de su salvación, cuando descubre en su humanidad el poder del
pecado. Es una actitud positiva que se preocupe por el pecado, debido a la
ofensa que éste ocasiona a la santidad de Dios… pero, en lugar de poner en duda
su salvación o entregarse a la práctica del pecado, debería escudriñar lo que
Dios en su gracia ha provisto para que sus hijos puedan liberarse del dominio
del pecado.
Con
excepción del plan de salvación, no hay otro tema más importante que demande un
conocimiento completo para la mente humana que el plan divino por el cual un
cristiano puede vivir para la gloria de Dios y honrar sus mandamientos. Por
consiguiente, en la predicación del evangelio existe una gran necesidad de
claridad en la exposición de la doctrina bíblica de la salvación del poder del
pecado.
b. El problema
del pecado en la vida de un cristiano
Habiendo
recibido la naturaleza divina, pero reteniendo todavía la naturaleza humana inclinada
al pecado, cada hijo de Dios posee dos naturalezas; la divina es incapaz de
pecar, y la otra es incapaz de practicar la santidad (1 Ped. 1:3, 4).
La
antigua naturaleza, algunas veces llamada «pecado» (significando la fuente del
pecado) y «viejo hombre», es una parte de la carne. Por esto es que el apóstol
Pablo declara: “Y yo sé que en mí, esto
es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no
el hacerlo” (Rom. 7:18). Por otro lado, teniendo en vista la naturaleza
divina que es impartida al creyente, el apóstol Juan dice: “Todo aquel que es nacido de Dios permanece en él; y no puede pecar,
porque es nacido de Dios” (1 Jn. 3:9). Este versículo enseña que todo
cristiano que ha nacido de Dios, no practica el pecado (el verbo en el tiempo
presente implica una acción continua). Sin embargo, debe observarse que en esta
misma carta, Juan advierte a cada hijo de Dios que no pretenda no poseer una
naturaleza pecaminosa (1:8) o que no ha cometido pecado (1:10).
Estas
dos fuentes de actividad que el cristiano tiene en sí mismo se consideran
también de otra forma: la carne y el Espíritu Santo están activos en un
conflicto permanente.
“Porque el deseo
de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y
éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gál. 5:16,
17).
El
apóstol Pablo no se está refiriendo en estas palabras al cristiano carnal, sino
al que es más espiritual, y aún, al que no está satisfaciendo la concupiscencia
de la carne.
Este
conflicto existe ciertamente en el cristiano espiritual, y si él se ve libre de
los efectos y concupiscencias de la carne, es porque está caminando bajo la
dirección del Espíritu.
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