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martes, 17 de febrero de 2015

El pecado en la presencia de Dios Parte I


 

Hemos visto cómo el gozo de la presencia de Dios se manifiesta de forma muy especial en aquellos que le buscan, le aman y hacen su voluntad; pero ahora analicemos lo que sucede cuando el corazón es duro y quiere hacer su propia voluntad, inclinándose hacia el pecado. Cuando esto ocurre, la presencia de Dios se puede manifestar para juzgar a quienes persisten en el mal.
 
Como Dios es omnipresente y su presencia está en todos lados, él también se deja ver en donde está el mal y en donde está el pecador, pero ¿cuál es la respuesta de Dios que es justo y santo, ante el pecado?

Recordemos lo que sucedió cuando el primer pecado fue cometido en el mundo por Adán y Eva: “Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto” (Gn. 3:8). Aquí vemos que Dios habló y su presencia se manifestó en el huerto de Edén, pero Adán y Eva se escondían de ella. Sin embargo, en vez de reconocer su pecado, ellos trataron de justificarlo echándole la culpa a otros. Entonces, la sentencia de Dios vino sobre ellos, porque fueron echados del Edén y experimentaron una separación de Dios y luego la muerte física.

Aquí se ve los efectos que produce el pecado ante la presencia de Dios cuando no se reconoce ni se busca una conversión genuina: se huye de una relación personal con Dios, se justifica la maldad, hay una separación de Dios y finalmente, se recibe juicio y muerte.

Cuando se hace lo malo y cuando no hay un corazón sincero para reconocerlo y volverse a Dios, entonces viene una experiencia muy amarga para el creyente: salir de la presencia de Dios.

Hemos visto que el pecado nos separa de la presencia de Dios y si practicamos el pecado de forma consciente y reiterativa esto nos lleva a perder la gracia de Dios y estaríamos evidenciando que Dios no gobierna en nosotros; nos lleva también a ser llamados hijos de desobediencia (Ef. 2:1-3) o hijos del diablo (Jn. 8:42-47), perdiendo la herencia del Padre Celestial.

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