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Este blog ha sido creado para brindar un espacio donde queremos compartir el mensaje de la Palabra de Dios mediante diversas herramientas: texto, audio, video, entre otras.

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martes, 30 de septiembre de 2014

Beneficios del estudio de la Biblia Parte III



- Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le hace abandonar el pecado. “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Tim. 2:19). Cuanto más se lee la Palabra con el objetivo definido de descubrir lo que agrada y lo que desagrada al Señor, más conoceremos cuál es su voluntad; y si nuestros corazones son rectos respecto a él, más se conformarán nuestros caminos a su voluntad. Habrá un «andar en la verdad» (3 Jn. 1:4). Dios promete ser nuestro Padre (aceptándonos como sus hijos) si andamos a distancia del pecado (2 Cor. 6:14-18). Además, nos guía a limpiarnos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios (2 Cor. 7:1).

Jesús dijo a los discípulos: “Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado” (Jn. 15:3). Aquí hay otra regla importante con la cual deberíamos ponernos frecuentemente a prueba nosotros mismos: ¿Produce la lectura y el estudio de la Palabra de Dios en mí una limpieza en mis caminos?

El salmista (Sal. 119:9) hizo esta pregunta a Dios: “¿Con qué limpiará el joven su camino?”, y él mismo dio la respuesta (de parte de Dios) y fue “con guardar tu Palabra”. Sin embargo, no aplica solamente al joven, sino a todo ser humano (sin importar su edad).

No basta solo con leer, creer o aprender de memoria el texto bíblico, sino que debemos hacer una aplicación personal a nuestro camino (nuestra vida, nuestras acciones, nuestras motivaciones, nuestras decisiones… en fin, en todo lo que somos y hacemos)

Por ejemplo, la Biblia dice:
“huid de la fornicación” (1 Cor. 6:18)
“huid de la idolatría” (1 Cor. 10:14)
“huye de estas cosas (hablando del amor al dinero) y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre” (1 Tim. 6:11)
“huye también de las pasiones juveniles” (2 Tim. 2:22)

El cristiano es guiado por Dios a una separación diaria del mal, porque el pecado ha de ser, no solo confesado, sino «abandonado».


- Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le fortalece para vencer la tentación y que pueda evitar el pecado. Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas no solo con el propósito de revelarnos nuestra pecaminosidad innata, y las muchas maneras por las que estamos destituidos de la gloria de Dios (Rom. 3:23), sino también para enseñarnos cómo obtener liberación del pecado a través de la obra de Cristo y cómo evitar el desagradar a Dios.

El salmista dijo: “en mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Sal.119: 11). En este sentido, lo que se requiere de nosotros es que seamos instruidos por la Palabra de Dios, de tal forma que tengamos la verdad divina como arma para vencer el mal. En Job 22:22 dice: “Recibe la instrucción de su boca y pon sus palabras en tu corazón”. Así pues, los mandamientos de Dios, sus advertencias, sus instrucciones sabias, deben ser nuestro mayor tesoro, y hay que guardarlas en el corazón para no pecar contra Dios; por tanto, debemos aprenderlas de memoria, meditar en ellas, recordarlas continuamente, orar sobre ellas y ponerlas en práctica. La única manera efectiva de tener un jardín libre de hierbas malas y plagas, es trabajar todos los días en quitar lo que sobra, lo que daña, y poner plantas sanas, cuidarlas, abonarlas y alimentarlas. La Biblia dice: “vence con el bien el mal” (Rom. 12:21). Por otro lado, para que la Palabra de Cristo permanezca y se desarrolle en nosotros más abundantemente (Col. 3:16), es necesario que evitemos el contacto con las oportunidades para pecar; de lo contrario, nos veremos inclinados al mal y fracasaremos al pecar contra Dios. Por eso Jesús dijo en la oración modelo del Padre nuestro: “no nos metas en tentación, mas líbranos del mal” (Mt. 6:13). Otra forma de decirlo sería… no nos dejes caer en tentación, mas guárdanos de pecar. Aquí se refleja el deseo de un verdadero discípulo de Cristo: no pecar, obedecer a Dios y ser agradable a él.

No es suficiente el aceptar la veracidad de las Escrituras; se requiere que las asimilemos en el corazón. La Biblia muestra claramente que aquellos que se apartan de Dios y que son engañados por el mal, “no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Ts. 2:10).

Como en la parábola del sembrador, la semilla que permanece en la superficie, pronto es comida por las aves del cielo. Por tanto, esta semilla de la palabra de Dios debemos guardarla en la profundidad del corazón… que del ojo (o del oído) vaya a la mente, y de la mente, al corazón. Solo cuando ella es aceptada y honrada como lo más sublime, entonces permanece y no será reemplazada por razonamientos, pasiones o deseos pecaminosos.

Nada más nos guardará de las infecciones pecaminosas de este mundo, ni nos librará de las tentaciones de Satanás y de los seres humanos, ni será tan efectivo para preservarnos del pecado como la Palabra de Dios, recibida con amor y obediencia de verdad. La Biblia habla del creyente fiel y dice: “La ley de su Dios está en su corazón; por tanto sus pies no resbalarán” (Sal. 37:31).

Cuando José fue tentado por la esposa de Potifar, dijo: “¿cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” (Gn. 39:9). Los principios de Dios estaban en su corazón; por tanto, tuvo poder para prevalecer sobre el deseo de la carne. Nadie sabe cuándo va a ser tentado… es necesario estar preparado contra ello y la Palabra de Dios será el arma más efectiva para vencer el mal.

martes, 23 de septiembre de 2014

Beneficios del estudio de la Biblia Parte II


En este orden de ideas, veamos a continuación algunos de los beneficios que obtiene el creyente de un estudio serio y sincero de la Palabra de Dios:

- Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Biblia le hace sentir triste por su pecado. Del oyente como el terreno pedregoso se nos dice que “oye la palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, pues al venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego tropieza” (Mt. 13:20, 21); pero de aquellos que fueron convencidos de pecado bajo la predicación de Pedro se nos dice que “se compungieron de corazón” (Hch. 2:37). Por otra parte, es una realidad en el día de hoy que muchos escuchan un mensaje bonito y elocuente que exhibe la habilidad intelectual del predicador, pero que, en general, contiene poco material aplicable a escudriñar la conciencia (para convencer de pecado y llevar el corazón al arrepentimiento y luego a una conversión genuina). Se recibe con aprobación este tipo de mensaje, pero la conciencia no es humillada delante de Dios o llevada a una comunión más íntima con él por medio del mensaje. Pero cuando un fiel mensajero de Dios (que no está procurando adquirir reputación por su «brillantez») hace que la enseñanza de la Escritura revele el carácter y la conducta, expone los tristes fallos del hombre. Muchos oyentes desprecian al que da el mensaje, pero el que es verdaderamente regenerado estará agradecido por el mensaje que le hace gemir delante de Dios y exclamar: «Miserable de mí». Lo mismo ocurre en la lectura personal de la Palabra. Cuando el Espíritu Santo la aplica de tal manera que me hace ver y sentir la corrupción interna, es cuando soy realmente bendecido. Pero cuando se lee la Biblia de forma liviana y superficial, o buscando simplemente lo intelectual, sin un corazón sensible para obedecer a Dios, allí no hay crecimiento espiritual, y desafortunadamente el ser humano se desvía del camino santo de Dios y se endurece más.

¡Qué palabras se hallan en Jeremías 31:19!: “Porque después que me aparté tuve arrepentimiento, y después que reconocí mi falta, herí mi muslo; me avergoncé y me confundí, porque llevé la afrenta de mi juventud” ¿Tienes alguna idea, querido lector, de una experiencia semejante? ¿Te produce el estudio de la Palabra un arrepentimiento así y te conduce a humillarte delante de Dios? ¿Te redarguye de pecado de tal manera que eres llevado a un arrepentimiento diario delante de él? El cordero pascual tenía que ser comido con «hierbas amargas» (Éx. 12:8); y del mismo modo, a los que nos alimentamos de la Palabra, el Espíritu Santo nos la hace «amarga», aunque también hay dulzura cuando somos nutridos con ella. Nótese este principio divino en Ap. 10:9: “Y fui al ángel, diciéndole que me diese el librito. Y él me dijo: Toma, y cómelo; y te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel”

- Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le conduce a la confesión de pecado. Las Escrituras son beneficiosas por «corregir» (2 Tim. 3:16), y un alma sincera reconocerá sus faltas, pero “todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas” (Jn. 3:20).

«Dios, sé propicio a mi pecador» es el grito de un corazón sensible a Dios, y cada vez que somos reprendidos por la Palabra debemos ser sinceros para confesar nuestros pecados ante Dios. “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Pr. 28:13). No puede haber prosperidad o fruto espiritual (Sal. 1:3), mientras escondemos en nuestro pecho nuestros secretos culpables; solo cuando son admitidos de forma honesta, clara y verbal ante Dios, y nos apartamos del mal, podemos alcanzar misericordia.

No hay verdadera paz para la conciencia y no hay descanso para el corazón cuando enterramos en él la carga de un pecado no confesado. El alivio llega cuando abrimos nuestro corazón a Dios. Notemos bien la experiencia de David: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos, en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Sal. 32:4). Luego, el mismo David expresa cómo logró vencer su orgullo para acercarse a Dios de forma sincera y responsable: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Sal. 32:5).

- Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra produce en él un profundo aborrecimiento al pecado. “Los que amáis a Jehová, aborreced el mal; él guarda las almas de sus santos; de mano de los impíos los libra” (Sal. 97:10).

“No podemos amar a Dios sin aborrecer aquello que él aborrece. No solo debemos aborrecer el mal y rehusar continuar en él, sino que debemos tomar armas contra él, y adoptar ante él una actitud de sana indignación” (C. H. Spurgeon).

Una de las pruebas más seguras a aplicar a la supuesta conversión es la actitud del corazón respecto al pecado. Cuando el principio de la santidad ha sido bien implantado, habrá necesariamente un odio a todo lo que sea impuro. Si nuestro odio al mal es genuino, estamos agradecidos cuando la Palabra corrige incluso el mal que no habíamos sospechado.

Esta fue la experiencia del salmista: “De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he aborrecido todo camino de mentira” (Sal. 119:104). “Por eso estimé rectos todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrecí todo camino de mentira” (Sal. 119:128). Pero lo que hace el hombre no espiritual, es completamente opuesto: “Pues tú aborreces la corrección y echas a tu espalda mis palabras” (Sal. 50:17). En Pr. 8:13, leemos: “El temor de Jehová es aborrecer el mal; la soberbia y la arrogancia, el mal camino, y la boca perversa, aborrezco” y este temor procede de leer, estudiar, entender y obedecer la Palabra de Dios. En este sentido, Dios ordenó que cuando hubiese rey sobre Israel, éste debía tener un copia de la Ley de Dios, a fin de leerla todos los días de su vida para que aprendiera a temer a Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos, y para ponerlos por obra (Dt. 17:18, 19). 

jueves, 18 de septiembre de 2014

Beneficios del estudio de la Biblia Parte I



Hay muchas personas que se acercan a leer y estudiar la Biblia, pero lo hacen con una actitud incorrecta. La palabra de Dios tiene un carácter espiritual y así debe ser tratada.

Lamentablemente, muchos carecen de seriedad y compromiso de obedecer a Dios, y solo toman la Biblia para adquirir un conocimiento intelectual, lo cual no trae ningún beneficio para el corazón. Cuando el ser humano emprende el estudio de las Escrituras (y lo hace con frecuencia) con el mismo entusiasmo y placer con que podría estudiar las ciencias o cualquier otra literatura, se desvía del verdadero propósito que es conocer a Dios y obedecer sus mandamientos.

Ahora bien, se puede incrementar el conocimiento intelectual pero el orgullo, el razonamiento natural (no espiritual) y la justificación propia también aumentan, distorsionando la fe.

Como el químico ocupado en hacer experimentos interesantes, el intelectual que escudriña la Palabra se entusiasma cuando hace algún descubrimiento en ella; pero, el gozo de este último no es más espiritual de lo que sería el del químico y sus experimentos. Repitámoslo; del mismo modo que los éxitos del químico, generalmente, aumentan su sentimiento de importancia propia y hacen que mire con cierto desdén a otros más ignorantes que él, por desgracia, ocurre esto también con los que han investigado cronología bíblica, tipos, profecía y otros temas semejantes.

La Palabra de Dios puede ser estudiada por muchos motivos. Algunos la leen para satisfacer su orgullo literario. En algunos círculos ha llegado a ser respetable y popular el obtener un conocimiento general del contenido de la Biblia simplemente porque se considera como un defecto en la educación el ser ignorante de la misma. Algunos la leen para satisfacer su sentimiento de curiosidad, como podrían leer otro libro de texto. Otros la leen para satisfacer su orgullo sectario. Consideran que es un deber el estar bien versados en las doctrinas particulares de su propia denominación y por ello buscan asiduamente textos base en apoyo de «sus doctrinas». Aún otros la leen con el propósito de poder discutir con éxito con aquellos que difieren de ellos. Pero, en todos estos casos no hay ningún pensamiento serio sobre Dios, no hay anhelo de edificación espiritual, no hay una vida de testimonio y ejemplo, no hay frutos dignos de un verdadero arrepentimiento y por tanto, no hay beneficio real para el alma. Antes bien, las personas que proceden de esta manera encuentran cada vez más “excusas” (sin fundamento) para no obedecer a Dios y a su palabra.

¿En qué consiste pues el beneficiarse verdaderamente de la Palabra? 2 Timoteo 3:16, 17 nos da una respuesta clara a esta pregunta. Leemos allí: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra”.

Obsérvese lo que aquí se omite: la Santa Escritura nos es dada, no para la gratificación intelectual o la especulación carnal, sino para prepararnos para «toda buena obra», y para enseñarnos, corregirnos e instruirnos. Vamos a ampliar este punto con la ayuda de otros pasajes:

Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le redarguye o convence de pecado. Esta es su primera misión: revelar nuestra corrupción, exponer nuestra bajeza, hacer notoria nuestra maldad. La vida moral de un hombre puede ser irreprochable, sus tratos con los demás impecables, pero cuando el Espíritu Santo aplica la Palabra a su corazón y a su conciencia, abriendo sus ojos cegados por el pecado para ver su relación y actitud hacia Dios, exclama como el profeta Isaías: “Ay de mí, que soy muerto… hombre inmundo” (Is. 6:5). Por ende, toda persona verdaderamente iluminada por la Biblia es llevada a comprender su necesidad de Cristo. “Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (Lc. 5:31). Sin embargo no es hasta que el Espíritu aplica la Palabra con poder divino que el individuo comprende y siente que está enfermo, y enfermo de muerte por el pecado.

Esta convicción le hace comprender cada más mejor la depravación del pecado inherente a su corazón y a la naturaleza humana en general.

Así pues, cada vez que nos acercamos a Dios mediante su Palabra, nos hace sentir cuán lejos estamos de Dios, cuán cortos nos quedamos del standard que ha sido puesto delante de nosotros.

La Biblia dice: «Sed santos en toda vuestra manera de vivir» (1 Ped. 1:15). Por consiguiente, cuando leo las historias de los fracasos humanos para agradar a Dios que se encuentran en las Escrituras, me hace comprender que yo soy como uno de ellos. Cuando leo sobre la vida perfecta de Cristo, me hace reconocer que soy infinitamente diferente de él y que no puedo agradar al Padre en la forma que él lo hizo.

Sin embargo, puedo acercarme a Cristo para recibir su perdón, su gracia y su amor para hacer la voluntad de Dios.

martes, 16 de septiembre de 2014

Idiomas y materiales usados en la Biblia

  

La Biblia fue escrita originalmente en tres idiomas: hebreo, arameo, y griego. Estos idiomas aún se hablan hoy en día en algunas partes del mundo. El hebreo es el idioma oficial del Estado de Israel. Algunos cristianos en las vecindades de Siria hablan el arameo. El griego, aunque muy diferente al del N.T., es hablado por millones de personas hoy en día.

1. El hebreo.
Casi todos los treinta y nueve (39) libros del A.T. fueron escritos en hebreo. Las letras tipo bloque eran escritas en mayúsculas, sin vocales, sin espacios entre las palabras, oraciones o párrafos, y sin puntuación. Se agregaron más tarde puntos vocales (entre 500 d.C, y 600 d. C.) por los literatos masoréticos.

2. El arameo.
Como idioma emparentado con el hebreo, el arameo se convirtió en el idioma común de Palestina después del cautiverio babilónico (alrededor de 500 a.C.). Algunas partes del A.T. fueron escritas en este idioma: una palabra como nombre de lugar en Gn. 31:47; un versículo en Jer. 10:11; alrededor de seis capítulos del libro de Daniel (2:4b - 7:28); y varios capítulos en Esdras (4:8-18; 7:12-26).

El arameo, continuó siendo la lengua regional de Palestina por varios siglos, así que tenemos algunas palabras arameas preservadas para nosotros en el N.T.: Talitha cumi ("niña, a ti te digo, levántate") en Mr. 5:41; Efata ("Sé abierto") en Mr. 7:34; Eli, elí, lama Sabachtani ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado”) en Mt. 27:46.

Jesús habitualmente se dirigió a Dios como Abba (arameo para padre). Note la influencia de esto en Rom. 8:15 y Gál. 4:6. Otra frase común aramea de los primitivos cristianos era: Maranatha, que significa "El Señor viene" (1 Cor. 16:22).

3. El griego.
A pesar de que el lenguaje hablado por Jesús era el arameo, el N.T. fue escrito en griego (griego Koine). Se puede ver la mano de Dios en esto, porque el griego era el idioma internacional del primer siglo, y esto hizo posible el esparcimiento del Evangelio a través de todo el mundo entonces conocido.

Materiales usados en la Escritura Bíblica

1. La Piedra.
Muchas inscripciones famosas en Egipto y Babilonia han sido halladas sobre piedra. Dios le dio a Moisés los Diez Mandamientos escritos sobre tablas de piedra (Éx. 31:18, 34:1,28). Otros dos ejemplos son la Piedra Moabita (850 a.C.), y la Inscripción de Siloám, hallada en el túnel de Ezequías, al lado del estanque de Siloám (700 a.C.).

2. Arcilla.
El material predominante de escritura en Asiria y Babilonia era la arcilla, la cual se formaba en pequeñas tablillas y eran impresas con símbolos en forma de cuña (llamada escritura cuneiforme), y luego horneadas o secadas al sol. Miles de éstas han sido descubiertas por la pala de los arqueólogos.

3. Madera.
Las antiguas civilizaciones utilizaron muy extensamente las tablas de madera para escribir. Por muchos siglos éstas fueron los relieves comunes para escritura en Grecia. Algunos creen que se refiere a este tipo de material en Is. 30:8 y en Hab. 2:2.

4. Cuero.
El Talmud judío requería específicamente que las Escrituras fueran copiadas sobre pieles de animales. Es muy seguro, entonces, que el A.T. fue escrito sobre cuero. Se hacían rollos cosiendo los cueros juntos, variaban entre unos pocos metros a 30 o más metros de longitud. El texto se escribía perpendicularmente al rollo en columnas. Los rollos, entre 26-70 centímetros de altura, eran enrollados en uno o dos palos.

5. Papiro.
Es casi seguro que el N.T. fue escrito sobre papiro, siendo que era el material de escritura más importante de la época. El papiro se hace cortando en tiras delgadas secciones de caña de papiro, remojándolas en varios baños de agua, y luego superponiéndolas para formar hojas. Una capa de estas tiras se colocaba cruzando la anterior, luego se las ponía en una prensa para que pudieran adherirse una a la otra. Las hojas se hacían 15-38 centímetros de altura y 9-23 centímetros de ancho. Pegando las hojas juntas, se hacían rollos de cualquier longitud. Estos generalmente promediaban 10 metros de longitud, aunque se ha hallado uno de 47 metros de longitud.

6. Vitela o pergamino.
La vitela entró en prominencia por los esfuerzos del Rey Eumenes II de Pérgamo (197-158 a.C.). El procuró crear su biblioteca, pero el rey de Egipto le cortó su abastecimiento de papiro, así que le era necesario obtener una nueva clase de materiales de escritura. Hizo esto perfeccionando un proceso nuevo para el tratamiento de pieles. Aunque ahora los términos son utilizados de manera intercambiada, originalmente la vitela era hecha de pieles de ternero y antílope, mientras que el pergamino era de la piel de ovejas y cabras. De éstos se logra un cuero de fina calidad, preparado especial y cuidadosamente para escribir de ambos lados. Esto se utilizó varios siglos antes de Cristo, y alrededor del s. IV d.C. suplantó al papiro. Casi todos los manuscritos conocidos son sobre vitela.

Instrumentos de escritura

La tinta negra para escribir se hacía diluyendo hollín y goma en agua. Los esenios, quienes escribieron los Rollos del Mar Muerto, usaron huesos quemados de cordero y aceite. Es notable lo bien que se ha preservado hasta hoy la escritura. Los instrumentos de escritura eran el cincel para usar sobre piedra, y una plumilla hecha de metal o de madera dura para usar sobre las tablas de arcilla. Para usar sobre el papiro o la vitela, se crearon plumas. Estas se hacían de tallos huecos de pasto o caña tosca. La caña seca era cortada diagonalmente con un cuchillo y afinada en la punta, que seguidamente era partida. Para mantenerlas en buen estado, los escribas llevaban cuchillos. De ahí, la derivación de nuestra palabra "cortaplumas."

domingo, 14 de septiembre de 2014

El contenido de la Biblia Parte VII


Marcos pone de relieve la realidad humana de Jesús, pero destaca al mismo tiempo su misteriosa trascendencia. Llevándonos de pregunta en pregunta, de respuesta en respuesta, de revelación en revelación, nos conduce en forma progresiva de la humanidad de Cristo a su divinidad, haciéndonos descubrir en «el carpintero, hijo de María» (6:3), al Mesías Hijo de David (8:29) y al Hijo de Dios (15:39).

En un relato más extenso que el de Marcos, Mateo presenta a Jesús (hijo de Abraham e hijo de David - 1:1) como el Mesías que lleva a su cumplimiento todas las esperanzas de Israel y las sobrepasa a todas. Apoyándose constantemente en las profecías del A.T., muestra cómo Jesús las realiza plenamente, pero de una manera que el pueblo judío de su tiempo ni siquiera alcanzó a sospechar: “Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta” (1:22; 2:17; 4:14; 8:17; 26:56).

Lucas destaca, sobre todo, la misión de Jesucristo como Salvador universal (2:29-32). Es el evangelio proclamado por el ángel de Belén: “Les traigo una buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos: hoy les ha nacido en el pueblo de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (2:10, 11). En las parábolas de la misericordia divina, Lucas anota que la alegría de la salvación no solo resuena en la tierra, sino que regocija también al cielo y a los ángeles (15:7,10); la vuelta del hijo pródigo a la casa de su padre se festeja con júbilo (15:22-24), y el gozo del perdón y de la salvación llega también a la casa de Zaqueo, que recibió a Jesús con alegría (19:6).

Se le ha llamado al Evangelio de Juan “evangelio espiritual”, debido a la profundidad con que ha sabido penetrar en el misterio de Cristo. Jesús es la Luz del mundo, el Pan de vida, el Camino, la Verdad y la Vida, la Resurrección y la Vid verdadera. Él es la Palabra eterna del Padre, que existía desde el principio y que se hizo “carne” (es decir, hombre en el pleno sentido de la palabra) y “habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). Él es la manifestación suprema del amor de Dios, que no vino a condenar sino a salvar. Pero también exige de sus seguidores una decisión fundamental: permanecer en sus palabras de vida eterna (6:67, 68).

Además de las cartas paulinas, el N.T. incluye otras cartas apostólicas, que llevan los nombres de Santiago, Pedro, Juan y Judas, el hermano de Santiago. En su mayor parte, estas cartas no se dirigen a personas o a comunidades particulares, sino a grupos más amplios (1 Ped. 1:1). En ellas se reflejan las dificultades que debieron afrontar los primeros cristianos en medio de la hostilidad de los gentiles. Debemos agregar aquí la Epístola a los Hebreos, considerada más como un sermón de exhortación que invita a los cristianos a permanecer fieles en la fe de Jesucristo, en medio de una situación adversa.

Por último, el libro del Apocalipsis (palabra griega que significa Revelación) anuncia el triunfo final del Señor y menciona un evento glorioso que tendrá lugar en el cielo: “Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado” (Ap. 19:7). Por eso, el Apocalipsis proclama con júbilo: “Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero” (Ap. 19:9).

Con esta bienaventuranza llega a su término el libro del Apocalipsis, cuyas palabras finales son un canto nupcial:

“Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Ap. 22:17).

“El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Ap. 22:20).

jueves, 11 de septiembre de 2014

El contenido de la Biblia Parte VI


La diáspora. Muchos deportados a Babilonia, siguiendo los consejos de Jeremías (29:4-7), se dedicaron al cultivo de la tierra y a otras actividades rentables, y así lograron constituir en el exilio colonias muy florecientes. Por eso, cuando Ciro autorizó el regreso, renunciaron a volver a Palestina.

Más tarde, a estas colonias judías en territorio extranjero, se fueron sumando muchas otras, formadas por las olas sucesivas de judíos que emigraban de Palestina para probar fortuna en el exterior. De este modo, en el siglo I a.C., muchos emigrados judíos o los descendientes de ellos, estaban diseminados por todas las regiones del mar Mediterráneo. Al conjunto de estas comunidades judías se le da el nombre de «diáspora», palabra de origen griego que significa «dispersión» (Stg. 1:1; 1 Ped. 1:1).

Por la influencia de estas comunidades de la diáspora, numerosos paganos se convirtieron al monoteísmo judío. Algunos aceptaban solo ciertos preceptos, y estos convertidos se llamaban «temerosos de Dios». Otros, más fervorosos, se sometían por completo a la ley mosaica y llegaban aún a someterse a la circuncisión. Estos formaban el grupo de los «prosélitos». Según Hechos de los Apóstoles, los primeros misioneros cristianos encontraron por todas partes «prosélitos» y «temerosos de Dios» (Hch. 2:11; 10:2; 13:16,43).

El período intertestamentario. Entre el último de los libros del A.T. y los escritos más antiguos del N.T., transcurre un período llamado «intertestamentario». Para comprender mejor esta etapa es necesario recordar que en ella Israel vivió más que nunca de la promesa hecha a Abraham, renovada a Moisés bajo la forma de alianza, luego a David, y recordada constantemente por los profetas; esta promesa era el aliciente que mantenía viva la esperanza del pueblo.

Esta esperanza persistió bajo distintas formas a través de las vicisitudes de su historia, renaciendo cada vez y tendida siempre hacia el futuro. A partir de las pruebas del exilio y de la desaparición de la realeza, ella estuvo centrada, sobre todo, en la figura del Mesías, el nuevo David.

La mayoría de los que esperaban al Mesías lo asociaba al poder humano, y lo veía como un gobernante que representaba la conquista y la dominación de los pueblos paganos que tantas veces habían oprimido a Israel. En este sentido, los pasajes del A.T. que anunciaban la venida del Mesías se interpretaban bajo esta perspectiva. Por ejemplo: en Am. 9:11, 12 dice: “En aquel día yo levantaré el tabernáculo caído de David, y cerraré sus portillos y levantaré sus ruinas, y lo edificaré como en el tiempo pasado; para que aquellos sobre los cuales es invocado mi nombre posean el resto de Edom, y a todas las naciones, dice Jehová que hace esto”.

El Nuevo Testamento. Después de haber hablado a los judíos por medio de los profetas, Dios envió a su Hijo Jesucristo (su Palabra eterna, que ilumina a todos los seres humanos) “para que todo aquel que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3:16).

Una vez bautizado por Juan (Mr. 1:9-11), Jesús volvió a Galilea y comenzó a anunciar la buena noticia de Dios (Mr. 1:14, 15). Reunió a su alrededor un grupo de discípulos, para que lo acompañaran y para mandarlos a anunciar el mensaje de Dios (Mr. 3:14). Los evangelios, sin embargo, nos muestran que los discípulos estuvieron muy lejos de entender, desde el comienzo, quién era en realidad aquel con quien convivían tan íntimamente (Mr. 8:14-21). Sin embargo, Jesús les anunció la venida del Espíritu de la verdad, quien les haría conocer toda la verdad (Jn. 14:26; 15:26; 16:13). Este anuncio se cumplió el día de Pentecostés, cuando la comunidad reunida en oración recibió el fuego y el poder del Espíritu Santo (Hch. 2:1-4).

Estos primeros discípulos, que fueron desde el comienzo «testigos presenciales» de lo que Jesús hizo y enseñó, recibieron de él el encargo de anunciar el mensaje (Lc. 1:2), y con el poder del Espíritu Santo (Hch. 1:8) dieron testimonio de lo que habían visto y experimentado (1 Jn. 1:1).

Los que creyeron en la buena noticia, a su vez, formaron comunidades cuyos miembros seguían firmes en lo que los apóstoles les enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban y se reunían para partir el pan (Hch. 2:42). Y en la vida de estas comunidades fueron surgiendo los escritos del N.T.

Aquí es importante tener en cuenta que el orden de los libros en el canon del N.T. no corresponde al orden cronológico en que se redactaron los libros.

Entre los escritos más antiguos están las cartas paulinas. El apóstol, en efecto, anunciaba el evangelio de viva voz (Hch 13:16; 14:1; 17:22). Pero a veces, estando lejos de alguna de las iglesias fundadas por él, se vio en la necesidad de comunicarse con ella, para instruirla más en la fe, para animarla a perseverar en el buen camino, o para corregir alguna desviación (Gál. 1:6-9). Así nacieron sus cartas, escritas para hacer frente a los problemas de índole diversa que surgían, sobre todo, de la rapidez y amplitud con que se difundía la fe cristiana.

Aunque los materiales utilizados por los evangelistas han sido transmitidos por los que desde el comienzo fueron testigos presenciales (Lc. 1:1), la redacción de los Evangelios, tal como han llegado hasta nosotros, es posterior a las cartas paulinas.

Cada uno de estos cuatro evangelios quiere responder a la pregunta que se hace todo el que se encuentra con Cristo. Esta pregunta ya se la había hecho Pablo en el camino de Damasco, cuando dijo: “¿Quién eres, Señor?” (Hch. 9:5). Y también se la hicieron los apóstoles, dominados por el miedo, cuando vieron la tempestad calmada a una sola orden de Jesús: “¿Quién es este, que aún el viento y el mar le obedecen?” (Mr. 4:41).

martes, 9 de septiembre de 2014

El contenido de la Biblia Parte V


 
Profetas. En este contexto proclamaron su mensaje los profetas de Israel. Ellos vieron con extraordinaria lucidez el desorden que reinaba en la sociedad. El pueblo de Israel no era lo que Dios quería y esperaba de él. El Señor había formado y cuidado a su pueblo, como el labrador planta y cultiva su viña, y esperaba de él buenos frutos, pero la viña del Señor, en vez de dar buenos frutos, había producido uvas agrias (Is. 5:1-7). El pecado de Israel estaba grabado «con punta de diamante» y con «cincel de hierro» en la piedra de su corazón (Jer. 17:1). Pero como el Señor no quiere la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva (Ez. 18:23), envió a sus servidores, los profetas, para llamarlo a la conversión.

Los profetas nunca dejaron de reconocer que el Señor había elegido a Israel, pero esta elección divina, mucho más que un privilegio, era para ellos una responsabilidad. Ni el culto, ni el templo, ni la dinastía davídica ni el recuerdo de las acciones pasadas de Jehová ofrecían ya una garantía incondicional y automática (Miq. 6:8).

También el profeta Amós ha expresado esta idea con toda claridad y precisión: “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades” (Am. 3:2)

Otro tema central de la predicación profética es la fidelidad al culto de Jehová. Ese tema se encuentra, sobre todo, en Oseas, Jeremías y Ezequiel. Ellos denunciaron la idolatría en todas sus formas (Os. 4:1-14; Jer. 2:23-28) y, con tal finalidad, utilizaron ampliamente el simbolismo conyugal: Jehová era el esposo de Israel, pero los israelitas se comportaban como una esposa infiel, que engaña a su marido y se prostituye con el primero que pasa (Os. 2; Ez. 16; 20). Era preciso, por lo tanto, volver a la fidelidad perdida (Jer. 2:1-3), antes que fuera demasiado tarde (Jer. 4:1-4).

Los profetas condenaron también el orgullo y la ambición de las clases dirigentes, que no mostraban la menor preocupación por el destino de su pueblo. La gente humilde era víctima de jefes sin escrúpulos, que creían que todo les estaba permitido (Am. 2:6-8). Ante el espectáculo generalizado de la deshonestidad y la corrupción, ellos manifestaron decididamente su solidaridad con las víctimas de la injusticia y denunciaron sin reserva a los opresores. Según sus enseñanzas, la fidelidad al Señor debía manifestarse no solo en la observancia de ciertas prácticas cultuales y religiosas, sino también, y sobre todo, en el ámbito de las relaciones sociales. Sin la práctica de la justicia, el culto puramente exterior era abominable para el Señor (Is. 1:10-20; Am. 5:21-24).

La caída de Jerusalén. Los profetas anunciaron repetidamente que Jerusalén sería destruida y que sus habitantes caerían bajo la espada de sus enemigos, o serían llevados al exilio, si no se volvían al Señor de todo corazón. Pero ni el pueblo ni sus gobernantes hicieron caso a la palabra del Señor, y aquellos anuncios se cumplieron. El ejército de Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitió la ciudad santa, y ésta no pudo resistir al asedio. Los invasores entraron en Jerusalén, la saquearon, incendiaron el templo, se llevaron sus tesoros y vasos sagrados, y deportaron al sector más representativo de la población (2 Rey. 25:1-21). El Salmo 74:4-9 describe con hondo dramatismo aquella catástrofe: “Tus enemigos vociferan en medio de tus asambleas; han puesto sus divisas por señales. Se parecen a los que levantan el hacha en medio de tupido bosque. Y ahora con hachas y martillos han quebrado todas sus entalladuras. Han puesto a fuego tu santuario, han profanado el tabernáculo de tu nombre, echándolo a tierra. Dijeron en su corazón: destruyámoslos de una vez; han quemado todas las sinagogas de Dios en la tierra. No vemos ya nuestras señales; no hay más profeta, ni entre nosotros hay quien sepa hasta cuándo”

El exilio. Comparado con la historia de Israel en su conjunto, el período del exilio fue relativamente breve: unos 70 años desde la primera deportación (2 Rey. 25:18-21) hasta el edicto de Ciro (2 Crón. 36:22, 23). Sin embargo, fue uno de los más ricos y fecundos en la historia de la salvación. Los israelitas meditaron sobre la catástrofe que les había acontecido, y esperaron con impaciencia que el Señor volviera a intervenir una vez más en favor de su pueblo (Sal. 137).

Una vez que se cumplió el término fijado por Dios (Jer. 29:10), los exiliados escucharon la voz de los profetas que les anunciaban el fin del cautiverio y una pronta liberación (Is. 40-55).

Cuando cayó Jerusalén, el rey Nabucodonosor estaba en el apogeo de su gloria, pero a su país debía llegarle «el momento de estar también sometido a grandes naciones y reyes poderosos» (Jer. 27:7). Los primeros indicios de la declinación de Babilonia se sintieron hacia el 546 a.C., cuando apareció en el escenario del Próximo Oriente Antiguo un nuevo protagonista: Ciro, el rey de los persas. Entonces los exiliados pudieron esperar su liberación y el fin de la catástrofe (Is. 40-55). Esta se realizó en el año 539 a.C., con la caída de Babilonia.

La vuelta del exilio. El edicto de Ciro (del que la Biblia conserva dos versiones: Esd. 1:2-4; 6:3-5) autorizó a los deportados el regreso a Palestina. Este retorno fue paulatino. La primera caravana de repatriados llegó a Judá al mando de Sesbasar (Esd. 1:5-11), que era una especie de alto comisario del imperio persa. Pero Sesbasar desapareció pronto de la escena y en lugar de él apareció Zorobabel. La reedificación del templo, que había empezado Zorobabel con mucho entusiasmo, se vio obstaculizada por las hostilidades de los samaritanos; pero estimulado por los profetas Hageo y Zacarías, Zorobabel puso de nuevo manos a la obra y en el año 515 a.C. el templo quedó terminado.

A partir del edicto de Ciro fueron llegando a Jerusalén sucesivas caravanas de repatriados. Muchos otros judíos, en cambio, prefirieron quedarse en la diáspora, donde habían prosperado económicamente, llegando a desempeñar, algunas veces, cargos de importancia como funcionarios del imperio persa (Neh. 2:1).

Con el paso del tiempo, la situación política, social y religiosa de Judea se fue deteriorando cada vez más. Entre los factores que contribuyeron a ese proceso hay que mencionar las dificultades económicas, las divisiones en el interior de la comunidad y muy particularmente, la hostilidad de los samaritanos.

Nehemías, que a pesar de ser judío era un alto dignatario en la corte del rey Artajerjes I, se enteró de que la ciudad de Jerusalén aún se encontraba casi en ruinas y con sus puertas quemadas. Entonces solicitó el apoyo del rey Artajerjes y obtuvo ser nombrado gobernador de Judá para acudir en ayuda del pueblo. Su valentía y firmeza superaron todas las dificultades, y en muy poco tiempo se restauraron los muros de la ciudad. Luego se dedicó a repoblar la ciudad santa, que estaba casi desierta, y tomó severas medidas para defender a los más desvalidos y para reprimir algunos abusos (Neh. 5:1-12), siendo él mismo el primero en dar el ejemplo (Neh. 5:14-19). Un tiempo después volvió por segunda vez a Jerusalén y completó la reforma que había iniciado (Neh. 10).

Esdras, sacerdote y escriba, que también había estado en Babilonia, desempeñó un papel igualmente importante en esta acción reformadora.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El contenido de la Biblia Parte IV


En el tema anterior se desarrolló el contexto del libro de Jueces.

En el tema presente veremos cómo la etapa de la institución de la realeza vino a mitigar de algún modo aquel estado de anarquía que imperaba en el periodo narrado en el libro de Jueces.

Samuel y Saúl. Los libros de 1 y 2 Samuel, que vienen a continuación, se refieren a este proceso de consolidación; uno de los momentos más importantes en la historia bíblica. Es la época en que Israel se constituyó como unidad política, al mando de un rey.

El primer libro de Samuel consta de tres secciones. Cada una de ellas gira en torno a uno o dos personajes centrales: Samuel (caps. 1-7), Samuel y Saúl (8-15), Saúl y David (16-31).

La primera de estas figuras centrales es la de Samuel, el niño consagrado al Señor que llegó a ser profeta. Como sucede con frecuencia en la Biblia, el hijo concedido a la mujer estéril tiene un destino especial. El relato de la vocación de Samuel presenta tres elementos que aparecen en todos los relatos de llamamiento al profetismo: la iniciativa de Jehová, la comunicación del mensaje que debe transmitir y la respuesta del que ha sido llamado (1 Sam. 3; Éx. 3:1-12; Is. 6; Jer. 1:4-10; Ez. 13).

Ahora miremos lo siguiente: el intento de organizar a las tribus israelitas bajo la forma de un estado monárquico comienza con Saúl. Él, como los antiguos jueces de Israel, fue el libertador elegido por Dios conforme al deseo del pueblo (1 Sam. 10:1). El Espíritu del Señor vino sobre él y lo impulsó a emprender una guerra de liberación contra los amonitas (1 Sam. 11:1-13).  Luego, cuando regresó victorioso de su campaña libertadora, Saúl fue proclamado rey. Con esta proclamación, la realeza quedó instituida en Israel.

Muerte de Saúl y reinado de David. Después de narrar las primeras victorias de Saúl, la Biblia presenta dos trayectorias que siguen un curso contrario. El joven David, que se había puesto al servicio del rey Saúl, se fue ganando cada vez más el amor y la simpatía del pueblo (1 Sam. 18:6, 7). Este hecho despertó la envidia y el odio del rey, que comenzó a perseguirlo despiadadamente. Así comenzaron a contraponerse la carrera ascendente de David, que culminó con su elevación al trono, y la curva descendente de Saúl, que terminó en la derrota y en la muerte.

La muerte de Saúl dejó libre el camino a David, que primero fue proclamado rey de Judá (2 Sam. 2:4), y luego, cuando las tribus del norte fracasaron en su intento de organizarse por sí mismas, también fue reconocido como rey de Israel (2 Sam. 5:1-3).

Un momento decisivo en la trayectoria histórica de David fue la conquista de Jerusalén. El rey convirtió esa ciudad jebusea en capital de su reino (2 Sam. 5:9-16) y también en centro espiritual de todo Israel, ya que allí instaló el arca de la alianza (6:1-23).

Los libros de Samuel presentan a David con todos los atributos de un héroe: bien parecido, fiel en la amistad, músico, poeta, guerrero valeroso y líder extraordinario. La historia de su ascensión es al mismo tiempo la historia de la caída de Saúl, pero el relato bíblico no oculta algunos de sus pecados: el adulterio con Betsabé, el asesinato de Urías y las fallas que tuvo en la educación de algunos de sus hijos.

El largo reinado de David no logró eliminar por completo el antagonismo entre el norte y el sur, de manera que la unidad de las tribus fue siempre inestable. Una prueba de ello fueron las rebeliones que debió afrontar David, en particular el levantamiento dirigido por su hijo Absalón (2 Sam. 15:1-6; 19:42-20:2).

A la muerte de David, en medio de las intrigas de la corte real, lo sucedió su hijo Salomón (1 Rey. 1 y 2).

1 y 2 Reyes. Los reyes de Israel y Judá después de David. Salomón llevó a cabo el proyecto que su padre no había podido realizar (1 Rey. 8:17-21) y erigió un lugar de culto que tendría en el futuro una enorme importancia en la vida espiritual y cultural de Israel. La importancia de dicho templo se pone de manifiesto, sobre todo, en la plegaria pronunciada por el rey durante la fiesta de la dedicación (1 Rey. 8:23-53).

Pero no todo fue gloria y magnificencia en el reino de Salomón. La Biblia también deja entrever los aspectos negativos de su reinado, como fueron las concesiones hechas a la idolatría y las excesivas cargas impuestas al pueblo. Las construcciones llevadas a cabo por el rey exigían pesados tributos y una considerable cantidad de mano de obra. Para muchos israelitas, estos excesos traicionaban los ideales que habían dado su identidad y su razón de ser al pueblo de Dios (1 Sam. 8), y un profundo descontento se extendió por el país, en especial, entre las tribus del norte. Como consecuencia de este malestar resurgieron los viejos antagonismos entre el norte y el sur (2 Sam. 20:1, 2), y así terminó por quebrantarse el intento de unificación llevado a cabo por David (2 Sam. 2:4; 5:3).

Después de la muerte de Salomón, el reino davídico se dividió en dos estados independientes: Israel al norte y Judá al sur; este último con Jerusalén como capital. El texto bíblico narra en qué circunstancias se produjo la separación y cómo la crisis política estuvo acompañada de la crisis espiritual (1 Rey. 12). Luego presenta en forma paralela la historia de los dos reinos, que en muy pocas ocasiones lograron superar su antigua rivalidad.

Según los libros de los Reyes, la historia de Israel y de Judá, a lo largo de todo el período monárquico, fue una cadena ininterrumpida de pecados e infidelidades, y los principales responsables de esta situación fueron los reyes mismos. A ellos les correspondía gobernar al pueblo de Dios con sabiduría (1 Rey. 3:9); pero en realidad hicieron todo lo contrario. Por eso no fue un hecho casual que Israel y Judá terminaran por caer derrotados y dejaran de existir como naciones independientes (2 Rey. 17:6; 25:1-21).

viernes, 5 de septiembre de 2014

El contenido de la Biblia Parte III



Hemos venido desarrollando una presentación general sobre la historia del pueblo de Israel desde el libro de Génesis hasta Josué. El libro de los Jueces, que viene a continuación, nos dará una imagen un poco más matizada de este período histórico.

Jueces. Después de la muerte de Josué sobrevino para las tribus de Israel una etapa difícil y fue la época de los jueces.

Es importante notar que estos «jueces» no eran simples magistrados que administraban justicia, sino «caudillos» (o, como suele decirse, «líderes carismáticos») que el Señor fue suscitando en los momentos de crisis para liberar a su pueblo de la opresión. Cuando una o varias tribus israelitas se veían amenazadas por un ataque enemigo, estos caudillos (llenos del Espíritu del Señor) se levantaron para combatir a los enemigos de su pueblo (Jue. 3:10; 11:29).

Las amenazas provenían de los pueblos vecinos de Israel. Poco después de la entrada de los israelitas en Canaán, tuvo lugar, a su vez, el asentamiento de los filisteos en la costa sur de Palestina (hacia el año 1175 a.C.). Estos se organizaron en cinco ciudades (la famosa Pentápolis filistea: Ascalón, Asdod, Ecrón, Gaza y Gat), y por su poderío militar y su monopolio del hierro, constituyeron un peligro constante para los israelitas. La hostilidad de los filisteos, sumada a la que provenía de los nativos del país (los cananeos) y de los pueblos vecinos (madianitas, moabitas, amonitas, entre otros), llegó algunas veces a poner en peligro la existencia misma de las tribus hebreas.

Cuando se producía una de estas crisis, el Señor suscitaba un «juez» o caudillo, que obtenía para su pueblo una victoria resonante. Estos jueces actuaron en distintos lugares y en diferentes épocas, y cada uno en su estilo particular. Gedeón, por ejemplo, reunió varias tribus para ir al combate; Sansón, en cambio, fue un hombre de fuerza extraordinaria, que más de una vez puso en aprietos a los filisteos. Además, la misión de los jueces era personal y temporal: una vez pasado el peligro, ellos solían volver a sus ocupaciones ordinarias.

El Cántico de Débora (Jue. 5) muestra muy bien cómo se encontraba el pueblo de Israel durante el período de los jueces. El poema celebra la victoria de una coalición de tribus hebreas contra los cananeos, en la llanura de Jezreel. Según Jue. 5:14-17, seis de las tribus respondieron a la convocatoria hecha por Débora: Efraín, Benjamín, Maquir (Manasés), Zabulón, Isacar y Neftalí. En cambio, otras cuatro tribus (Rubén, Galaad o Gad, Dan y Aser) son recriminadas severamente por no haber socorrido a sus hermanos. Las tribus del sur (Judá, Simeón y Leví) ni siquiera se mencionan, sin duda porque una especie de barrera geográfica las separaba de las otras tribus. Uno de los principales enclaves que se interponían entre el norte y el sur era la fortaleza de Jerusalén, que aún estaba en poder de los jebuseos (Jos. 15:63; Jue. 19:10-12).

El libro de los Jueces pronuncia un juicio severo sobre la situación religiosa de Israel en aquel período. Los israelitas pasaban por un proceso de sedentarización y de cambio a nuevas formas de vida. Y la asimilación de algunas costumbres cananeas (relacionadas, sobre todo, con el ejercicio de la agricultura) introdujo prácticas religiosas contrarias al auténtico culto de Jehová. Estas prácticas estaban relacionadas con Baal, el dios cananeo de la fecundidad. De este dios se esperaba que diera fertilidad a la tierra, buenas cosechas de granos y abundancia de vino y aceite.

También es severo el pronunciamiento que se hace sobre la falta de unidad y de organización política entre los grupos hebreos: “En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jue. 17:6; 18:1; 19:1; 21:25).

jueves, 4 de septiembre de 2014

El contenido de la Biblia Parte II


Éxodo. El éxodo de Egipto constituye uno de los momentos más decisivos en la historia de la salvación. Dios se reveló a Moisés como el Dios de los padres y el Dios salvador, que oyó el clamor de su pueblo y decidió acudir en su ayuda. Le dio a conocer su nombre Jehová y lo envió a presentarse ante el Faraón, rey de Egipto.

Luego de muchos contratiempos, los israelitas salieron de Egipto, y “con ellos se fue muchísima gente de toda clase” (Éx. 12:38). Esta breve referencia es importante, porque nos da a entender que la unidad del pueblo de Dios no depende, ante todo, de un común origen racial.

Después de la liberación viene la alianza. Al llegar al monte Sinaí, el Señor sale al encuentro de su pueblo y establece con él un pacto o alianza. Esta alianza no es un contrato bilateral, es decir, un convenio ordinario entre dos partes que han discutido sus términos antes de concluirlo y firmarlo. Es una disposición divina, que el Señor concede gratuitamente, por una libre iniciativa de su gracia.

Esta alianza hace del pueblo elegido un pueblo santo, puesto aparte por Dios y consagrado al servicio de Dios entre todos los pueblos de la tierra (Éx. 19:3-8).

La historia de esta liberación quedó grabada como un sello indeleble en la memoria del pueblo de Israel. A partir de aquel momento, Dios nunca dejó de presentarse con estas palabras: “Yo soy el Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras esclavo” (Éx. 20:1).

A continuación, el libro del Levítico dicta un conjunto de normas para el ejercicio del culto en Israel, el pueblo sacerdotal, consagrado al servicio del Señor.

La marcha por el desierto (narrada especialmente en el libro de Números). En medio de las asperezas del desierto, en su marcha hacia la tierra prometida, el pueblo padeció hambre y sed. Estas penurias le hicieron añorar el pescado y las legumbres que comían en Egipto (Núm. 11:5), y más de una vez se rebeló contra el Señor y contra Moisés: “¿Y por qué nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños sean por presa? ¿No nos sería mejor volvernos a Egipto?” (Núm. 14:3).

La libertad se les hacía una carga demasiado pesada y sentían nostalgia de la esclavitud. Entonces el Señor hizo brotar agua de la roca y los alimentó con el maná.

Al término de esta marcha, antes de pasar el Jordán, Moisés instruye por última vez a Israel, como lo recuerda el libro del Deuteronomio.

Josué. El libro que lleva el nombre de Josué, el sucesor de Moisés, celebra el asentamiento de las tribus hebreas en la tierra prometida. Un simple vistazo al conjunto del libro nos hace ver que consta de tres partes: la conquista de Canaán (caps. 1-12), la distribución de los territorios conquistados (caps. 13-21) y la unidad de Israel fundada en la fe (caps. 22-–24).

Después de cruzar el Jordán, los israelitas llegados del desierto encontraron a su paso ciudades fortificadas y carros de guerra. Y si lograron infiltrarse en el país, fue más por la dirección de Dios que por el empleo de las armas.

En realidad, la conquista no fue una hazaña de los hombres sino una victoria del Señor. Por eso, el relato narra por momentos sucesos maravillosos del Señor: los muros de Jericó se derrumban, el sol se detiene, los cananeos son presa del pánico, porque es el Señor el que se pone al frente del pueblo y combate a favor de él. En estas “guerras de Jehová”, el arca de la alianza era el símbolo de la presencia del Señor en medio de su pueblo.

De ahí un tema fundamental en el libro de Josué: Israel debe dar gracias a Jehová su Dios porque ha dado como herencia a su pueblo la tierra de Canaán.

El libro concluye con el relato de la alianza de Siquem.


Josué rememora, ante la asamblea de los israelitas, las acciones que realizó el Dios de Israel en favor de su pueblo. Luego les propone una alianza, y esta queda sellada sobre una doble base: la fe común en Jehová y el reconocimiento de una misma ley (cap. 24).

martes, 2 de septiembre de 2014

El contenido de la Biblia Parte I


 

La Palabra de Dios es, ante todo, el relato de una historia que se extiende desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Biblia proclama los hechos portentosos de Dios. A través de ellos, Dios se revela como Señor, Padre y Salvador, a fin de liberar del pecado y de la muerte a la humanidad.

Esta historia comprende dos etapas…

En la primera, Dios forma para sí un pueblo, eligiéndolo de entre todas las naciones, para hacer de él una nación santa, un pueblo sacerdotal y su posesión exclusiva (Éx. 19:3-6).

La segunda está centrada y resumida plenamente en Jesucristo, quien nació, enseñó el evangelio, murió y resucitó, constituyendo en sí mismo la revelación definitiva de los designios de Dios.

A la luz de este relato bíblico, la historia humana se manifiesta en su verdadero sentido; es decir, no como el producto del azar o de un destino ciego, sino como un proceso que está en las manos de un Dios personal, de quien todo depende y que todo lo conduce según el plan que “se había propuesto realizar en Cristo”. Y este plan consiste en “reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos,  como las que están en la tierra”. (Ef. 1:9, 10)

En esta historia se sitúa, en primer lugar, el largo proceso de formación del A.T., paralelo a la vida del pueblo de Israel. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, y por la acción del Espíritu Santo, nace la iglesia cristiana, y en ella se va formando progresivamente el N.T.

A continuación enumeramos brevemente las grandes etapas de esta historia milenaria:

Génesis, la historia de los orígenes
El primer libro de la Biblia lleva el nombre de Génesis, palabra griega que significa «origen». El Génesis es el libro de los comienzos: comienzos del mundo, de la humanidad y del pueblo de Dios.

En sus primeros capítulos (1-11), el Génesis presenta un vasto panorama de la historia humana, desde la creación del mundo hasta Abraham. Estos relatos tan conocidos, pero casi siempre tan mal comprendidos, ponen de manifiesto aspectos esenciales de la condición humana en el mundo.

A los seres humanos les corresponde el honor de haber sido creados «a la imagen de Dios» (Gn. 1:26, 27), Pero al separarse de Dios por el pecado, la humanidad eligió para sí un camino de muerte. En el origen de esta rebeldía está la pretensión de «ser como Dios» (Gn. 3:5), es decir, en vez de ordenar todas sus acciones de acuerdo con la voluntad divina, el primer hombre y la primera mujer se constituyeron a sí mismos en norma última de sus decisiones, usurpando el lugar que le corresponde exclusivamente a Dios.

El pecado rompió los lazos de amistad con Dios, y así entraron en el mundo el sufrimiento y la muerte. A su vez, la pérdida de la amistad divina trajo como consecuencia la ruptura entre Dios y el hombre, entre el hombre y la mujer, entre la especie humana y el resto de la creación.

La rebelión contra Dios está presente en todos estos relatos del Génesis. El pecado prolifera, se diversifica y se extiende cada vez más, a medida que aumenta la humanidad. Pero el pecado y el castigo no tienen la última palabra, porque Dios reconstruye misericordiosamente lo que la soberbia humana había destruido: después del diluvio, la humanidad es reconstituida a partir del justo Noé; después de la dispersión de Babel, la humanidad es restablecida a través de la elección de Abraham.

Por eso, en el marco descrito por estos relatos se va a desarrollar la «historia de la salvación», es decir, la serie de acciones divinas destinadas a liberar a la humanidad del pecado y de la muerte. La humanidad pecadora ya no era capaz de salvarse a sí misma. Solo la gracia de Dios podía traer al mundo la salvación. De ahí que la historia relatada en la Biblia sea la historia de nuestra redención.

Los patriarcas
Los once primeros capítulos del Génesis nos revelan algo del origen y del misterio de la condición humana; la historia de los patriarcas, que viene a continuación, presenta la primera etapa en la formación del pueblo de Dios.

Dios vuelve a intervenir en la historia de este mundo, pero lo hace de un modo nuevo. Ya no actúa para condenar a los culpables (el juicio del diluvio) o para dispersar a los seres humanos (el juicio de la torre de Babel), sino para dar cumplimiento a su plan divino de salvación.

Abraham, el «padre de los creyentes», escucha la palabra de Dios y emprende un camino que lo arranca del pasado y lo proyecta hacia el futuro:

“Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición”. (Gn. 12:1, 2)

El designio divino de salvación comienza con un solo hombre, Abraham, pero desde el comienzo tiene una destinación universal, porque la elección de Abraham redundará al fin en beneficio de todas las naciones:

“Serán benditas en ti todas las familias de la tierra”. (Gn. 12:2, 3; 13:14-17; 15:5; 22:17, 18)

Al leer a continuación los otros relatos del Génesis, donde el propósito divino parece limitarse a algunas personas escogidas, es preciso no perder de vista el contenido de esta promesa.

Isaac primero, y Jacob después, fueron los herederos de la promesa divina (Gn. 26:4; 28:13-15). José fue vendido por sus hermanos, pero gracias a él la familia de Jacob llegó a Egipto y se salvó de la hambruna. Así quedó preparado el escenario para la gran liberación que relata a continuación el libro del Éxodo.