Marcos pone de relieve la
realidad humana de Jesús, pero destaca al mismo tiempo su misteriosa
trascendencia. Llevándonos de pregunta en pregunta, de respuesta en respuesta,
de revelación en revelación, nos conduce en forma progresiva de la humanidad de
Cristo a su divinidad, haciéndonos descubrir en «el carpintero, hijo de María»
(6:3), al Mesías Hijo de David (8:29) y al Hijo de Dios (15:39).
En un relato más extenso
que el de Marcos, Mateo
presenta a Jesús (hijo de Abraham e hijo de David - 1:1) como el Mesías que
lleva a su cumplimiento todas las esperanzas de Israel y las sobrepasa a todas.
Apoyándose constantemente en las profecías del A.T., muestra cómo Jesús las
realiza plenamente, pero de una manera que el pueblo judío de su tiempo ni
siquiera alcanzó a sospechar: “Todo esto
sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta”
(1:22; 2:17; 4:14; 8:17; 26:56).
Lucas destaca, sobre todo, la misión de
Jesucristo como Salvador universal (2:29-32). Es el evangelio proclamado por el
ángel de Belén: “Les traigo una buena
noticia, que será motivo de gran alegría para todos: hoy les ha nacido en el
pueblo de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (2:10, 11). En las
parábolas de la misericordia divina, Lucas anota que la alegría de la salvación
no solo resuena en la tierra, sino que regocija también al cielo y a los
ángeles (15:7,10); la vuelta del hijo pródigo a la casa de su padre se festeja
con júbilo (15:22-24), y el gozo del perdón y de la salvación llega también a
la casa de Zaqueo, que recibió a Jesús con alegría (19:6).
Se le ha llamado al
Evangelio de Juan “evangelio
espiritual”, debido a la profundidad con que ha sabido penetrar en el misterio
de Cristo. Jesús es la Luz del mundo, el Pan de vida, el Camino, la Verdad y la
Vida, la Resurrección y la Vid verdadera. Él es la Palabra eterna del Padre,
que existía desde el principio y que se hizo “carne” (es decir, hombre en el pleno sentido de la palabra) y “habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). Él
es la manifestación suprema del amor de Dios, que no vino a condenar sino a
salvar. Pero también exige de sus seguidores una decisión fundamental: permanecer
en sus palabras de vida eterna (6:67, 68).
Además de las cartas
paulinas, el N.T. incluye otras cartas
apostólicas, que llevan los nombres de Santiago, Pedro, Juan y Judas,
el hermano de Santiago. En su mayor parte, estas cartas no se dirigen a
personas o a comunidades particulares, sino a grupos más amplios (1 Ped. 1:1).
En ellas se reflejan las dificultades que debieron afrontar los primeros
cristianos en medio de la hostilidad de los gentiles. Debemos agregar aquí la
Epístola a los Hebreos,
considerada más como un sermón de exhortación que invita a los cristianos a
permanecer fieles en la fe de Jesucristo, en medio de una situación adversa.
Por último, el libro del Apocalipsis (palabra griega que
significa Revelación) anuncia el triunfo final del Señor y menciona un
evento glorioso que tendrá lugar en el cielo: “Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas
del Cordero, y su esposa se ha preparado” (Ap. 19:7). Por eso, el
Apocalipsis proclama con júbilo: “Bienaventurados los que son llamados a la cena de
las bodas del Cordero” (Ap. 19:9).
Con esta bienaventuranza
llega a su término el libro del Apocalipsis, cuyas palabras finales son un
canto nupcial:
“Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que
oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la
vida gratuitamente” (Ap. 22:17).
“El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente
vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Ap.
22:20).
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