La Palabra de Dios es, ante
todo, el relato de una historia que se extiende desde la creación del mundo
hasta el fin de los tiempos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Biblia
proclama los hechos portentosos de Dios. A través de ellos, Dios se revela como
Señor, Padre y Salvador, a fin de liberar del pecado y de la muerte a la
humanidad.
Esta historia comprende dos
etapas…
En la primera, Dios forma para sí un pueblo, eligiéndolo de entre todas
las naciones, para hacer de él una nación santa, un pueblo sacerdotal y su
posesión exclusiva (Éx. 19:3-6).
La segunda está centrada y resumida plenamente en Jesucristo, quien nació,
enseñó el evangelio, murió y resucitó, constituyendo en sí mismo la revelación
definitiva de los designios de Dios.
A la luz de
este relato bíblico, la historia humana se manifiesta en su verdadero sentido;
es decir, no como el producto del azar o de un destino ciego, sino como un
proceso que está en las manos de un Dios personal, de quien todo depende y que
todo lo conduce según el plan que “se había propuesto realizar en Cristo”. Y
este plan consiste en “reunir todas las
cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las
que están en los cielos, como las que
están en la tierra”. (Ef. 1:9, 10)
En esta historia se sitúa,
en primer lugar, el largo proceso de formación del A.T., paralelo a la vida del
pueblo de Israel. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, y por la
acción del Espíritu Santo, nace la iglesia cristiana, y en ella se va formando
progresivamente el N.T.
A continuación enumeramos
brevemente las grandes etapas de esta historia milenaria:
Génesis, la historia de los orígenes
El primer libro de la
Biblia lleva el nombre de Génesis, palabra griega que significa «origen». El
Génesis es el libro de los comienzos: comienzos del mundo, de la humanidad y
del pueblo de Dios.
En sus primeros capítulos
(1-11), el Génesis presenta un vasto panorama de la historia humana, desde la
creación del mundo hasta Abraham. Estos relatos tan conocidos, pero casi
siempre tan mal comprendidos, ponen de manifiesto aspectos esenciales de la
condición humana en el mundo.
A los seres humanos les
corresponde el honor de haber sido creados «a la imagen de Dios» (Gn. 1:26, 27),
Pero al separarse de Dios por el pecado, la humanidad eligió para sí un camino
de muerte. En el origen de esta rebeldía está la pretensión de «ser como Dios»
(Gn. 3:5), es decir, en vez de ordenar todas sus acciones de acuerdo con la
voluntad divina, el primer hombre y la primera mujer se constituyeron a sí
mismos en norma última de sus decisiones, usurpando el lugar que le corresponde
exclusivamente a Dios.
El pecado rompió los lazos
de amistad con Dios, y así entraron en el mundo el sufrimiento y la muerte. A
su vez, la pérdida de la amistad divina trajo como consecuencia la ruptura
entre Dios y el hombre, entre el hombre y la mujer, entre la especie humana y
el resto de la creación.
La rebelión contra Dios
está presente en todos estos relatos del Génesis. El pecado prolifera, se
diversifica y se extiende cada vez más, a medida que aumenta la humanidad. Pero
el pecado y el castigo no tienen la última palabra, porque Dios reconstruye
misericordiosamente lo que la soberbia humana había destruido: después del
diluvio, la humanidad es reconstituida a partir del justo Noé; después de la
dispersión de Babel, la humanidad es restablecida a través de la elección de
Abraham.
Por eso, en el marco
descrito por estos relatos se va a desarrollar la «historia de la salvación»,
es decir, la serie de acciones divinas destinadas a liberar a la humanidad del
pecado y de la muerte. La humanidad pecadora ya no era capaz de salvarse a sí
misma. Solo la gracia de Dios podía traer al mundo la salvación. De ahí que la
historia relatada en la Biblia sea la historia de nuestra redención.
Los patriarcas
Los once primeros capítulos
del Génesis
nos revelan algo del origen y del misterio de la condición humana; la historia
de los patriarcas, que viene a continuación, presenta la primera etapa en la
formación del pueblo de Dios.
Dios vuelve a intervenir en
la historia de este mundo, pero lo hace de un modo nuevo. Ya no actúa para
condenar a los culpables (el juicio del diluvio) o para dispersar a los seres
humanos (el juicio de la torre de Babel), sino para dar cumplimiento a su plan
divino de salvación.
Abraham, el «padre de los
creyentes», escucha la palabra de Dios y emprende un camino que lo arranca del
pasado y lo proyecta hacia el futuro:
“Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la
casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y
te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición”. (Gn. 12:1, 2)
El designio divino de
salvación comienza con un solo hombre, Abraham, pero desde el comienzo tiene una
destinación universal, porque la elección de Abraham redundará al fin en
beneficio de todas las naciones:
“Serán benditas en ti todas las familias de la
tierra”. (Gn. 12:2, 3; 13:14-17; 15:5; 22:17, 18)
Al leer a continuación los
otros relatos del Génesis, donde el propósito divino parece limitarse a algunas
personas escogidas, es preciso no perder de vista el contenido de esta promesa.
Isaac primero, y Jacob
después, fueron los herederos de la promesa divina (Gn. 26:4; 28:13-15). José
fue vendido por sus hermanos, pero gracias a él la familia de Jacob llegó a
Egipto y se salvó de la hambruna. Así quedó preparado el escenario para la gran
liberación que relata a continuación el libro del Éxodo.
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