Éxodo. El éxodo de Egipto constituye uno de los
momentos más decisivos en la historia de la salvación. Dios se reveló a Moisés
como el Dios de los padres y el Dios salvador, que oyó el clamor de su pueblo y
decidió acudir en su ayuda. Le dio a conocer su nombre Jehová y lo envió
a presentarse ante el Faraón, rey de Egipto.
Luego de muchos
contratiempos, los israelitas salieron de Egipto, y “con ellos se fue muchísima gente de toda clase” (Éx. 12:38). Esta
breve referencia es importante, porque nos da a entender que la unidad del pueblo
de Dios no depende, ante todo, de un común origen racial.
Después de la liberación
viene la alianza. Al llegar al monte Sinaí, el Señor sale al encuentro
de su pueblo y establece con él un pacto o alianza. Esta alianza no es un
contrato bilateral, es decir, un convenio ordinario entre dos partes que han
discutido sus términos antes de concluirlo y firmarlo. Es una disposición
divina, que el Señor concede gratuitamente, por una libre iniciativa de su
gracia.
Esta alianza hace del
pueblo elegido un pueblo santo, puesto aparte por Dios y consagrado al
servicio de Dios entre todos los pueblos de la tierra (Éx. 19:3-8).
La historia de esta
liberación quedó grabada como un sello indeleble en la memoria del pueblo de
Israel. A partir de aquel momento, Dios nunca dejó de presentarse con estas
palabras: “Yo soy el Señor tu Dios, que
te sacó de Egipto, donde eras esclavo” (Éx. 20:1).
A continuación, el libro
del Levítico dicta un
conjunto de normas para el ejercicio del culto en Israel, el pueblo sacerdotal,
consagrado al servicio del Señor.
La
marcha por el desierto (narrada especialmente en el libro de Números). En medio de las asperezas del desierto, en su
marcha hacia la tierra prometida, el pueblo padeció hambre y sed. Estas
penurias le hicieron añorar el pescado y las legumbres que comían en Egipto (Núm.
11:5), y más de una vez se rebeló contra el Señor y contra Moisés: “¿Y por qué nos trae Jehová a esta tierra
para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños sean por presa? ¿No
nos sería mejor volvernos a Egipto?” (Núm. 14:3).
La libertad se les hacía
una carga demasiado pesada y sentían nostalgia de la esclavitud. Entonces el
Señor hizo brotar agua de la roca y los alimentó con el maná.
Al término de esta marcha,
antes de pasar el Jordán, Moisés instruye por última vez a Israel, como lo
recuerda el libro del Deuteronomio.
Josué. El libro que lleva el nombre de Josué, el
sucesor de Moisés, celebra el asentamiento de las tribus hebreas en la tierra
prometida. Un simple vistazo al conjunto del libro nos hace ver que consta de
tres partes: la conquista de Canaán (caps. 1-12), la distribución de los
territorios conquistados (caps. 13-21) y la unidad de Israel fundada en la fe
(caps. 22-–24).
Después de cruzar el
Jordán, los israelitas llegados del desierto encontraron a su paso ciudades
fortificadas y carros de guerra. Y si lograron infiltrarse en el país, fue más
por la dirección de Dios que por el empleo de las armas.
En realidad, la conquista
no fue una hazaña de los hombres sino una victoria del Señor. Por eso, el
relato narra por momentos sucesos maravillosos del Señor: los muros de Jericó
se derrumban, el sol se detiene, los cananeos son presa del pánico, porque es
el Señor el que se pone al frente del pueblo y combate a favor de él. En estas “guerras de Jehová”, el arca de la alianza era el símbolo de la
presencia del Señor en medio de su pueblo.
De ahí un tema fundamental
en el libro de Josué: Israel debe dar gracias a Jehová su Dios porque ha dado
como herencia a su pueblo la tierra de Canaán.
El libro concluye con el
relato de la alianza de Siquem.
Josué rememora, ante la
asamblea de los israelitas, las acciones que realizó el Dios de Israel en favor
de su pueblo. Luego les propone una alianza, y esta queda sellada sobre una doble
base: la fe común en Jehová y
el reconocimiento de una misma ley (cap. 24).
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