Profetas. En este contexto
proclamaron su mensaje los profetas de Israel. Ellos vieron con extraordinaria
lucidez el desorden que reinaba en la sociedad. El pueblo de Israel no era lo
que Dios quería y esperaba de él. El Señor había formado y cuidado a su pueblo,
como el labrador planta y cultiva su viña, y esperaba de él buenos frutos, pero
la viña del Señor, en vez de dar buenos frutos, había producido uvas agrias (Is.
5:1-7). El pecado de Israel estaba grabado «con punta de diamante» y con
«cincel de hierro» en la piedra de su corazón (Jer. 17:1). Pero como el Señor
no quiere la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva (Ez. 18:23),
envió a sus servidores, los profetas, para llamarlo a la conversión.
Los profetas nunca dejaron
de reconocer que el Señor había elegido a Israel, pero esta elección divina,
mucho más que un privilegio, era para ellos una responsabilidad. Ni el culto,
ni el templo, ni la dinastía davídica ni el recuerdo de las acciones pasadas de
Jehová ofrecían ya una garantía
incondicional y automática (Miq. 6:8).
También el profeta Amós ha
expresado esta idea con toda claridad y precisión: “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra;
por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades” (Am. 3:2)
Otro tema central de la
predicación profética es la fidelidad al culto de Jehová. Ese tema se encuentra, sobre todo, en Oseas, Jeremías y
Ezequiel. Ellos denunciaron la idolatría en todas sus formas (Os. 4:1-14; Jer.
2:23-28) y, con tal finalidad, utilizaron ampliamente el simbolismo conyugal: Jehová era el esposo de Israel, pero
los israelitas se comportaban como una esposa infiel, que engaña a su marido y
se prostituye con el primero que pasa (Os. 2; Ez. 16; 20). Era preciso, por lo
tanto, volver a la fidelidad perdida (Jer. 2:1-3), antes que fuera demasiado
tarde (Jer. 4:1-4).
Los profetas condenaron
también el orgullo y la ambición de las clases dirigentes, que no mostraban la
menor preocupación por el destino de su pueblo. La gente humilde era víctima de
jefes sin escrúpulos, que creían que todo les estaba permitido (Am. 2:6-8).
Ante el espectáculo generalizado de la deshonestidad y la corrupción, ellos
manifestaron decididamente su solidaridad con las víctimas de la injusticia y
denunciaron sin reserva a los opresores. Según sus enseñanzas, la fidelidad al
Señor debía manifestarse no solo en la observancia de ciertas prácticas
cultuales y religiosas, sino también, y sobre todo, en el ámbito de las
relaciones sociales. Sin la práctica de la justicia, el culto puramente
exterior era abominable para el Señor (Is. 1:10-20; Am. 5:21-24).
La caída de Jerusalén. Los profetas anunciaron repetidamente que
Jerusalén sería destruida y que sus habitantes caerían bajo la espada de sus
enemigos, o serían llevados al exilio, si no se volvían al Señor de todo corazón.
Pero ni el pueblo ni sus gobernantes hicieron caso a la palabra del Señor, y
aquellos anuncios se cumplieron. El ejército de Nabucodonosor, rey de
Babilonia, sitió la ciudad santa, y ésta no pudo resistir al asedio. Los
invasores entraron en Jerusalén, la saquearon, incendiaron el templo, se
llevaron sus tesoros y vasos sagrados, y deportaron al sector más
representativo de la población (2 Rey. 25:1-21). El Salmo 74:4-9 describe con
hondo dramatismo aquella catástrofe: “Tus enemigos vociferan en medio de tus
asambleas; han puesto sus divisas por señales. Se parecen a los que levantan el
hacha en medio de tupido bosque. Y ahora con hachas y martillos han quebrado
todas sus entalladuras. Han puesto a fuego tu santuario, han profanado el
tabernáculo de tu nombre, echándolo a tierra. Dijeron en su corazón: destruyámoslos
de una vez; han quemado todas las sinagogas de Dios en la tierra. No vemos ya
nuestras señales; no hay más profeta, ni entre nosotros hay quien sepa hasta
cuándo”
El exilio. Comparado con la
historia de Israel en su conjunto, el período del exilio fue relativamente
breve: unos 70 años desde la primera deportación (2 Rey. 25:18-21) hasta el
edicto de Ciro (2 Crón. 36:22, 23). Sin embargo, fue uno de los más ricos y
fecundos en la historia de la salvación. Los israelitas meditaron sobre la
catástrofe que les había acontecido, y esperaron con impaciencia que el Señor
volviera a intervenir una vez más en favor de su pueblo (Sal. 137).
Una vez que se cumplió el
término fijado por Dios (Jer. 29:10), los exiliados escucharon la voz de los
profetas que les anunciaban el fin del cautiverio y una pronta liberación (Is.
40-55).
Cuando cayó Jerusalén, el
rey Nabucodonosor estaba en el apogeo de su gloria, pero a su país debía
llegarle «el momento de estar también sometido a grandes naciones y reyes
poderosos» (Jer. 27:7). Los primeros indicios de la declinación de Babilonia se
sintieron hacia el 546 a.C., cuando apareció en el escenario del Próximo
Oriente Antiguo un nuevo protagonista: Ciro, el rey de los persas. Entonces los
exiliados pudieron esperar su liberación y el fin de la catástrofe (Is. 40-55).
Esta se realizó en el año 539 a.C., con la caída de Babilonia.
La vuelta del exilio. El edicto de Ciro (del que la Biblia conserva dos
versiones: Esd. 1:2-4; 6:3-5) autorizó a los deportados el regreso a Palestina.
Este retorno fue paulatino. La primera caravana de repatriados llegó a Judá al
mando de Sesbasar (Esd. 1:5-11), que era una especie de alto comisario del
imperio persa. Pero Sesbasar desapareció pronto de la escena y en lugar de él
apareció Zorobabel. La reedificación del templo, que había empezado Zorobabel
con mucho entusiasmo, se vio obstaculizada por las hostilidades de los
samaritanos; pero estimulado por los profetas Hageo y Zacarías, Zorobabel puso
de nuevo manos a la obra y en el año 515 a.C. el templo quedó terminado.
A partir del edicto de Ciro
fueron llegando a Jerusalén sucesivas caravanas de repatriados. Muchos otros
judíos, en cambio, prefirieron quedarse en la diáspora, donde habían prosperado
económicamente, llegando a desempeñar, algunas veces, cargos de importancia
como funcionarios del imperio persa (Neh. 2:1).
Con el paso del tiempo, la
situación política, social y religiosa de Judea se fue deteriorando cada vez
más. Entre los factores que contribuyeron a ese proceso hay que mencionar las
dificultades económicas, las divisiones en el interior de la comunidad y muy
particularmente, la hostilidad de los samaritanos.
Nehemías, que a pesar de
ser judío era un alto dignatario en la corte del rey Artajerjes I, se enteró de
que la ciudad de Jerusalén aún se encontraba casi en ruinas y con sus puertas
quemadas. Entonces solicitó el apoyo del rey Artajerjes y obtuvo ser nombrado
gobernador de Judá para acudir en ayuda del pueblo. Su valentía y firmeza
superaron todas las dificultades, y en muy poco tiempo se restauraron los muros
de la ciudad. Luego se dedicó a repoblar la ciudad santa, que estaba casi
desierta, y tomó severas medidas para defender a los más desvalidos y para
reprimir algunos abusos (Neh. 5:1-12), siendo él mismo el primero en dar el
ejemplo (Neh. 5:14-19). Un tiempo después volvió por segunda vez a Jerusalén y
completó la reforma que había iniciado (Neh. 10).
Esdras, sacerdote y escriba,
que también había estado en Babilonia, desempeñó un papel igualmente importante
en esta acción reformadora.
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