En el tema anterior se
desarrolló el contexto del libro de Jueces.
En el tema presente veremos
cómo la etapa de la institución de la realeza vino a mitigar de algún modo
aquel estado de anarquía que imperaba en el periodo narrado en el libro de Jueces.
Samuel y Saúl. Los libros de 1 y 2 Samuel, que vienen a continuación,
se refieren a este proceso de consolidación; uno de los momentos más
importantes en la historia bíblica. Es la época en que Israel se constituyó
como unidad política, al mando de un rey.
El primer libro de Samuel
consta de tres secciones. Cada una de ellas gira en torno a uno o dos
personajes centrales: Samuel (caps. 1-7), Samuel y Saúl (8-15), Saúl y David
(16-31).
La primera de estas figuras
centrales es la de Samuel, el niño consagrado al Señor que llegó a ser profeta.
Como sucede con frecuencia en la Biblia, el hijo concedido a la mujer estéril
tiene un destino especial. El relato de la vocación de Samuel presenta tres
elementos que aparecen en todos los relatos de llamamiento al profetismo: la
iniciativa de Jehová, la
comunicación del mensaje que debe transmitir y la respuesta del que ha sido
llamado (1 Sam. 3; Éx. 3:1-12; Is. 6; Jer. 1:4-10; Ez. 13).
Ahora miremos lo siguiente:
el intento de organizar a las tribus israelitas bajo la forma de un estado
monárquico comienza con Saúl. Él, como los antiguos jueces de Israel, fue el
libertador elegido por Dios conforme al deseo del pueblo (1 Sam. 10:1). El
Espíritu del Señor vino sobre él y lo impulsó a emprender una guerra de
liberación contra los amonitas (1 Sam. 11:1-13). Luego, cuando regresó victorioso de su campaña
libertadora, Saúl fue proclamado rey. Con esta proclamación, la realeza quedó
instituida en Israel.
Muerte de Saúl y
reinado de David. Después de narrar las primeras victorias de Saúl, la Biblia presenta
dos trayectorias que siguen un curso contrario. El joven David, que se había
puesto al servicio del rey Saúl, se fue ganando cada vez más el amor y la
simpatía del pueblo (1 Sam. 18:6, 7). Este hecho despertó la envidia y el odio
del rey, que comenzó a perseguirlo despiadadamente. Así comenzaron a contraponerse
la carrera ascendente de David, que culminó con su elevación al trono, y la
curva descendente de Saúl, que terminó en la derrota y en la muerte.
La muerte de Saúl dejó
libre el camino a David, que primero fue proclamado rey de Judá (2 Sam. 2:4), y
luego, cuando las tribus del norte fracasaron en su intento de organizarse por
sí mismas, también fue reconocido como rey de Israel (2 Sam. 5:1-3).
Un momento decisivo en la
trayectoria histórica de David fue la conquista de Jerusalén. El rey convirtió
esa ciudad jebusea en capital de su reino (2 Sam. 5:9-16) y también en centro espiritual
de todo Israel, ya que allí instaló el arca de la alianza (6:1-23).
Los libros de Samuel
presentan a David con todos los atributos de un héroe: bien parecido, fiel en la
amistad, músico, poeta, guerrero valeroso y líder extraordinario. La historia
de su ascensión es al mismo tiempo la historia de la caída de Saúl, pero el
relato bíblico no oculta algunos de sus pecados: el adulterio con Betsabé, el
asesinato de Urías y las fallas que tuvo en la educación de algunos de sus
hijos.
El largo reinado de David
no logró eliminar por completo el antagonismo entre el norte y el sur, de
manera que la unidad de las tribus fue siempre inestable. Una prueba de ello
fueron las rebeliones que debió afrontar David, en particular el levantamiento dirigido
por su hijo Absalón (2 Sam. 15:1-6; 19:42-20:2).
A la muerte de David, en
medio de las intrigas de la corte real, lo sucedió su hijo Salomón (1 Rey. 1 y 2).
1 y 2 Reyes. Los reyes de Israel y
Judá después de David. Salomón llevó a cabo el proyecto que su padre no
había podido realizar (1 Rey. 8:17-21) y erigió un lugar de culto que tendría
en el futuro una enorme importancia en la vida espiritual y cultural de Israel.
La importancia de dicho templo se pone de manifiesto, sobre todo, en la
plegaria pronunciada por el rey durante la fiesta de la dedicación (1 Rey. 8:23-53).
Pero no todo fue gloria y
magnificencia en el reino de Salomón. La Biblia también deja entrever los
aspectos negativos de su reinado, como fueron las concesiones hechas a la
idolatría y las excesivas cargas impuestas al pueblo. Las construcciones
llevadas a cabo por el rey exigían pesados tributos y una considerable cantidad
de mano de obra. Para muchos israelitas, estos excesos traicionaban los ideales
que habían dado su identidad y su razón de ser al pueblo de Dios (1 Sam. 8), y
un profundo descontento se extendió por el país, en especial, entre las tribus
del norte. Como consecuencia de este malestar resurgieron los viejos
antagonismos entre el norte y el sur (2 Sam. 20:1, 2), y así terminó por
quebrantarse el intento de unificación llevado a cabo por David (2 Sam. 2:4; 5:3).
Después de la muerte de
Salomón, el reino davídico se dividió en dos estados independientes: Israel al
norte y Judá al sur; este último con Jerusalén como capital. El texto bíblico
narra en qué circunstancias se produjo la separación y cómo la crisis política estuvo
acompañada de la crisis espiritual (1 Rey. 12). Luego presenta en forma
paralela la historia de los dos reinos, que en muy pocas ocasiones lograron
superar su antigua rivalidad.
Según los libros de los
Reyes, la historia de Israel y de Judá, a lo largo de todo el período
monárquico, fue una cadena ininterrumpida de pecados e infidelidades, y los
principales responsables de esta situación fueron los reyes mismos. A ellos les
correspondía gobernar al pueblo de Dios con sabiduría (1 Rey. 3:9); pero en
realidad hicieron todo lo contrario. Por eso no fue un hecho casual que Israel
y Judá terminaran por caer derrotados y dejaran de existir como naciones
independientes (2 Rey. 17:6; 25:1-21).
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