La diáspora. Muchos deportados
a Babilonia, siguiendo los consejos de Jeremías (29:4-7), se dedicaron al
cultivo de la tierra y a otras actividades rentables, y así lograron constituir
en el exilio colonias muy florecientes. Por eso, cuando Ciro autorizó el
regreso, renunciaron a volver a Palestina.
Más tarde, a estas colonias
judías en territorio extranjero, se fueron sumando muchas otras, formadas por
las olas sucesivas de judíos que emigraban de Palestina para probar fortuna en
el exterior. De este modo, en el siglo I a.C., muchos emigrados judíos o los
descendientes de ellos, estaban diseminados por todas las regiones del mar
Mediterráneo. Al conjunto de estas comunidades judías se le da el nombre de
«diáspora», palabra de origen griego que significa «dispersión» (Stg. 1:1; 1 Ped.
1:1).
Por la influencia de estas
comunidades de la diáspora, numerosos paganos se convirtieron al monoteísmo
judío. Algunos aceptaban solo ciertos preceptos, y estos convertidos se
llamaban «temerosos de Dios». Otros, más fervorosos, se sometían por completo a
la ley mosaica y llegaban aún a someterse a la circuncisión. Estos formaban el
grupo de los «prosélitos». Según Hechos de los Apóstoles, los primeros
misioneros cristianos encontraron por todas partes «prosélitos» y «temerosos de
Dios» (Hch. 2:11; 10:2; 13:16,43).
El período intertestamentario. Entre el último de los libros del A.T. y los
escritos más antiguos del N.T., transcurre un período llamado
«intertestamentario». Para comprender mejor esta etapa es necesario recordar
que en ella Israel vivió más que nunca de
la promesa hecha a Abraham, renovada a Moisés bajo la forma de alianza,
luego a David, y recordada constantemente por los profetas; esta promesa era el
aliciente que mantenía viva la esperanza del pueblo.
Esta esperanza persistió
bajo distintas formas a través de las vicisitudes de su historia, renaciendo
cada vez y tendida siempre hacia el futuro. A partir de las pruebas del exilio
y de la desaparición de la realeza, ella estuvo centrada, sobre todo, en la
figura del Mesías, el nuevo David.
La mayoría de los que
esperaban al Mesías lo asociaba al poder humano, y lo veía como un gobernante
que representaba la conquista y la dominación de los pueblos paganos que tantas
veces habían oprimido a Israel. En este sentido, los pasajes del A.T. que
anunciaban la venida del Mesías se interpretaban bajo esta perspectiva. Por
ejemplo: en Am. 9:11, 12 dice: “En aquel
día yo levantaré el tabernáculo caído de David, y cerraré sus portillos y
levantaré sus ruinas, y lo edificaré como en el tiempo pasado; para que
aquellos sobre los cuales es invocado mi nombre posean el resto de Edom, y a
todas las naciones, dice Jehová que hace esto”.
El Nuevo Testamento. Después de haber hablado a los judíos por medio de
los profetas, Dios envió a su Hijo Jesucristo (su Palabra eterna, que ilumina a
todos los seres humanos) “para que todo
aquel que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3:16).
Una vez bautizado por Juan
(Mr. 1:9-11), Jesús volvió a Galilea y comenzó a anunciar la buena noticia de
Dios (Mr. 1:14, 15). Reunió a su alrededor un grupo de discípulos, para que lo
acompañaran y para mandarlos a anunciar el mensaje de Dios (Mr. 3:14). Los
evangelios, sin embargo, nos muestran que los discípulos estuvieron muy lejos
de entender, desde el comienzo, quién era en realidad aquel con quien convivían
tan íntimamente (Mr. 8:14-21). Sin embargo, Jesús les anunció la venida del Espíritu
de la verdad, quien les haría conocer toda la verdad (Jn. 14:26; 15:26; 16:13).
Este anuncio se cumplió el día de Pentecostés, cuando la comunidad reunida en
oración recibió el fuego y el poder del Espíritu Santo (Hch. 2:1-4).
Estos primeros discípulos,
que fueron desde el comienzo «testigos presenciales» de lo que Jesús hizo y
enseñó, recibieron de él el encargo de anunciar el mensaje (Lc. 1:2), y con el
poder del Espíritu Santo (Hch. 1:8) dieron testimonio de lo que habían visto y
experimentado (1 Jn. 1:1).
Los que creyeron en la
buena noticia, a su vez, formaron comunidades cuyos miembros seguían firmes en
lo que los apóstoles les enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban y se
reunían para partir el pan (Hch. 2:42). Y en la vida de estas comunidades
fueron surgiendo los escritos del N.T.
Aquí es importante tener en
cuenta que el orden de los libros en el canon del N.T. no corresponde al orden
cronológico en que se redactaron los libros.
Entre los escritos más
antiguos están las cartas paulinas. El apóstol, en efecto, anunciaba el
evangelio de viva voz (Hch 13:16; 14:1; 17:22). Pero a veces, estando lejos de
alguna de las iglesias fundadas por él, se vio en la necesidad de comunicarse
con ella, para instruirla más en la fe, para animarla a perseverar en el buen
camino, o para corregir alguna desviación (Gál. 1:6-9). Así nacieron sus
cartas, escritas para hacer frente a los problemas de índole diversa que
surgían, sobre todo, de la rapidez y amplitud con que se difundía la fe
cristiana.
Aunque los materiales
utilizados por los evangelistas han sido transmitidos por los que desde el
comienzo fueron testigos presenciales (Lc. 1:1), la redacción de los Evangelios, tal como han llegado
hasta nosotros, es posterior a las cartas paulinas.
Cada uno de estos cuatro
evangelios quiere responder a la pregunta que se hace todo el que se encuentra
con Cristo. Esta pregunta ya se la había hecho Pablo en el camino de Damasco,
cuando dijo: “¿Quién eres, Señor?”
(Hch. 9:5). Y también se la hicieron los apóstoles, dominados por el miedo,
cuando vieron la tempestad calmada a una sola orden de Jesús: “¿Quién es este, que aún el viento y el mar
le obedecen?” (Mr. 4:41).
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