En
este orden de ideas, veamos a continuación algunos de los beneficios que
obtiene el creyente de un estudio serio y sincero de la Palabra de Dios:
- Un individuo
se beneficia espiritualmente, cuando la Biblia le hace sentir triste por su
pecado.
Del oyente como el terreno pedregoso se nos dice que “oye la palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en
sí, sino que es de corta duración, pues al venir la aflicción o la persecución
por causa de la palabra, luego tropieza” (Mt. 13:20, 21); pero de aquellos
que fueron convencidos de pecado bajo la predicación de Pedro se nos dice que
“se compungieron de corazón” (Hch. 2:37). Por otra parte, es una realidad en el
día de hoy que muchos escuchan un mensaje bonito y elocuente que exhibe la
habilidad intelectual del predicador, pero que, en general, contiene poco
material aplicable a escudriñar la conciencia (para convencer de pecado y
llevar el corazón al arrepentimiento y luego a una conversión genuina). Se
recibe con aprobación este tipo de mensaje, pero la conciencia no es humillada
delante de Dios o llevada a una comunión más íntima con él por medio del
mensaje. Pero cuando un fiel mensajero de Dios (que no está procurando adquirir
reputación por su «brillantez») hace que la enseñanza de la Escritura revele el
carácter y la conducta, expone los tristes fallos del hombre. Muchos oyentes
desprecian al que da el mensaje, pero el que es verdaderamente regenerado
estará agradecido por el mensaje que le hace gemir delante de Dios y exclamar:
«Miserable de mí». Lo mismo ocurre en la lectura personal de la Palabra. Cuando
el Espíritu Santo la aplica de tal manera que me hace ver y sentir la
corrupción interna, es cuando soy realmente bendecido. Pero cuando se lee la
Biblia de forma liviana y superficial, o buscando simplemente lo intelectual,
sin un corazón sensible para obedecer a Dios, allí no hay crecimiento
espiritual, y desafortunadamente el ser humano se desvía del camino santo de
Dios y se endurece más.
¡Qué
palabras se hallan en Jeremías 31:19!: “Porque
después que me aparté tuve arrepentimiento, y después que reconocí mi falta,
herí mi muslo; me avergoncé y me confundí, porque llevé la afrenta de mi
juventud” ¿Tienes alguna idea, querido lector, de una experiencia
semejante? ¿Te produce el estudio de la Palabra un arrepentimiento así y te
conduce a humillarte delante de Dios? ¿Te redarguye de pecado de tal manera que
eres llevado a un arrepentimiento diario delante de él? El cordero pascual
tenía que ser comido con «hierbas amargas» (Éx. 12:8); y del mismo modo, a los
que nos alimentamos de la Palabra, el Espíritu Santo nos la hace «amarga»,
aunque también hay dulzura cuando somos nutridos con ella. Nótese este
principio divino en Ap. 10:9: “Y fui al
ángel, diciéndole que me diese el librito. Y él me dijo: Toma, y cómelo; y te
amargará el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel”
- Un individuo
se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le conduce a la confesión de
pecado.
Las Escrituras son beneficiosas por «corregir» (2 Tim. 3:16), y un alma sincera
reconocerá sus faltas, pero “todo aquel
que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no
sean reprendidas” (Jn. 3:20).
«Dios,
sé propicio a mi pecador» es el grito de un corazón sensible a Dios, y cada vez
que somos reprendidos por la Palabra debemos ser sinceros para confesar
nuestros pecados ante Dios. “El que
encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta
alcanzará misericordia” (Pr. 28:13). No puede haber prosperidad o fruto
espiritual (Sal. 1:3), mientras escondemos en nuestro pecho nuestros secretos
culpables; solo cuando son admitidos de forma honesta, clara y verbal ante
Dios, y nos apartamos del mal, podemos alcanzar misericordia.
No
hay verdadera paz para la conciencia y no hay descanso para el corazón cuando
enterramos en él la carga de un pecado no confesado. El alivio llega cuando
abrimos nuestro corazón a Dios. Notemos bien la experiencia de David: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos,
en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano;
se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Sal. 32:4). Luego, el mismo
David expresa cómo logró vencer su orgullo para acercarse a Dios de forma
sincera y responsable: “Mi pecado te
declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a
Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Sal. 32:5).
- Un individuo
se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra produce en él un profundo
aborrecimiento al pecado. “Los que
amáis a Jehová, aborreced el mal; él guarda las almas de sus santos; de mano de
los impíos los libra” (Sal. 97:10).
“No
podemos amar a Dios sin aborrecer aquello que él aborrece. No solo debemos
aborrecer el mal y rehusar continuar en él, sino que debemos tomar armas contra
él, y adoptar ante él una actitud de sana indignación” (C. H. Spurgeon).
Una
de las pruebas más seguras a aplicar a la supuesta conversión es la actitud del
corazón respecto al pecado. Cuando el principio de la santidad ha sido bien
implantado, habrá necesariamente un odio a todo lo que sea impuro. Si nuestro
odio al mal es genuino, estamos agradecidos cuando la Palabra corrige incluso
el mal que no habíamos sospechado.
Esta
fue la experiencia del salmista: “De tus
mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he aborrecido todo camino de
mentira” (Sal. 119:104). “Por eso
estimé rectos todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrecí todo
camino de mentira” (Sal. 119:128). Pero lo que hace el hombre no
espiritual, es completamente opuesto: “Pues
tú aborreces la corrección y echas a tu espalda mis palabras” (Sal. 50:17).
En Pr. 8:13, leemos: “El temor de Jehová
es aborrecer el mal; la soberbia y la arrogancia, el mal camino, y la boca
perversa, aborrezco” y este temor procede de leer, estudiar, entender y
obedecer la Palabra de Dios. En este sentido, Dios ordenó que cuando hubiese
rey sobre Israel, éste debía tener un copia de la Ley de Dios, a fin de leerla
todos los días de su vida para que aprendiera a temer a Dios, para guardar
todas las palabras de esta ley y estos estatutos, y para ponerlos por obra (Dt.
17:18, 19).
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