4. Un individuo
se beneficia de las Escrituras cuando Cristo se vuelve más precioso para él.
Cristo
es precioso en la estimación de los verdaderos creyentes (1 Ped. 2:7). Su
nombre es para ellos “ungüento derramado” (Cnt. 1:3). Consideran todas las
cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, su Señor
(Fil. 3:8). Como la gloria de Dios que apareció como una visión maravillosa en
el templo y en la sabiduría y esplendor de Salomón, atrajo a muchas personas
desde los últimos cabos de la tierra, la excelencia de Cristo, sin paralelo,
que fue prefigurada por aquella, y es más poderosa aún para atraer los
corazones de su pueblo. El diablo lo sabe muy bien, y por ello, sin cesar se
ocupa en cegar la mente de aquellos que no creen, colocando delante de ellos
todos los atractivos del mundo. Dios le permite también que ataque al creyente
pero está escrito: “Resistid al diablo, y
de vosotros huirá” (Stg. 4:7). Debemos resistirle por medio de la oración
sincera y fervorosa y específica, pidiendo al Espíritu Santo que dirija
nuestros sentidos hacia Cristo.
Cuanto
más miramos y contemplamos las perfecciones de Cristo, más le amamos y le
adoramos. Es la falta de conocimiento experiencial de él lo que hace que
nuestros corazones sean insensibles e indiferentes hacia Cristo, pero donde se
cultiva la comunión diaria con Cristo, el creyente puede decir como el
salmista: “¿A quién tengo yo en los
cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25). Esto
es la verdadera esencia y naturaleza distintiva del verdadero cristianismo. Los
religiosos pueden ocuparse diligentemente en aparentar lo que no son y en
tratar de demostrar lo que no tienen, pero no hay una experiencia genuina con
el Cristo revelado en la Biblia. Así pues, cuanto más precioso es Cristo para
nosotros más se deleita él en nosotros y nos sigue mostrando su gloria cada día
más.
5. Un individuo
que se beneficia de las Escrituras tiene una confianza creciente en Cristo.
Nuestra
meta debe ser el tener una plena certidumbre de fe (Heb. 10:22), confiando en
el Señor de todo corazón (Pr. 3:5). De la misma manera que debemos crecer de
poder en poder (Sal. 84:7), debemos ir de fe en fe (Rom. 1:17). Cuanto más
firme y fuerte es nuestra fe, más honramos a Jesucristo. Incluso en una lectura
general de los cuatro evangelios se revela el hecho de que al Señor Jesucristo
le complacía la firme confianza de aquellos que realmente ponían su mirada en
él. El mismo vivió y anduvo por fe; por ende, quien anda con Cristo y es guiado
por el Espíritu Santo, debe caminar en una fe creciente. De igual forma,
nuestra oración debe ser: “aumenta
nuestra fe”. En este sentido, Pablo dijo de los creyentes de Tesalónica: “debemos siempre dar gracias a Dios por
vosotros, hermanos, como es digno, por cuanto vuestra fe va creciendo, y el
amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás” (2 Ts.
1:3).
Ahora
bien, no podemos confiar en Cristo en lo más mínimo, a menos que le conozcamos,
y cuanto mejor le conocemos, más confiaremos en él. Notemos que el salmista
David dijo: “En ti confiarán los que
conocen tu nombre” (Sal. 9:10). A medida que Cristo pasa a ser más real al
corazón, nos ocupamos más y más con sus perfecciones y él se vuelve más
precioso para nosotros, la confianza en él se profundiza hasta que pasa a ser
tan natural confiar en él como respirar. La vida cristiana es andar por fe, no
por vista (2 Cor. 5:7), y esta misma expresión denota un progreso continuo, una
liberación progresiva de las dudas y los temores, una seguridad más plena de
que todas sus promesas serán realizadas en el tiempo y en la soberanía de Dios.
Recordemos a Abraham, el padre de los creyentes, pues la historia de su vida
nos proporciona una ilustración de lo que significa una confianza que se va
haciendo más profunda. Primero,
obedeciendo la palabra de Dios, abandonó todo lo que amaba según la carne. Segundo, prosiguió adelante dependiendo
simplemente de Dios y residió como extranjero y peregrino en la tierra
prometida, aunque no vio la promesa cumplida a cabalidad. Tercero, cuando se le prometió que le nacería simiente en su edad
avanzada, no consideró los obstáculos que había en el cumplimiento de la
promesa, sino que su fe le hizo dar gloria a Dios. Finalmente, cuando se le llamó para sacrificar a Isaac, a pesar de
que esto aparentemente impediría la realización de la promesa en el futuro,
consideró que Dios podía levantarle incluso de los muertos (Heb. 11:19).
En
la historia de Abraham se nos muestra cómo la gracia puede someter un corazón
incrédulo, cómo el espíritu puede salir victorioso sobre la carne, cómo los
frutos sobrenaturales de una fe dada y sostenida por Dios pueden ser producidos
por un hombre con pasiones o debilidades como las nuestras. Esto se nos
presenta para animarnos, para que oremos a Dios con confianza y sigamos el
ejemplo de Abraham. El Señor se complace mucho y es honrado cuando tenemos una
confianza firme y expectante, como la de un niño. Esta realidad confirmará que
verdaderamente hemos sido beneficiados por el conocimiento de las Escrituras ya
que tenemos una fe creciente en Cristo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario