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jueves, 27 de noviembre de 2014

¿Quién es Dios? Parte V


c. Su carácter

Dios es personal. Cuando decimos esto afirmamos que Dios es racional, que tiene conciencia de sí mismo, que se autodetermina, que es un agente moral inteligente. Como mente suprema es el origen de toda la racionalidad en el universo. Así como las criaturas racionales creadas por Dios poseen carácter propio e independiente, Dios posee un carácter trascendente e inmanente.

El A.T. nos revela un Dios personal en función de su propia autorrevelación y de las relaciones entre sus criaturas y él, y el N.T. muestra claramente que Cristo hablaba con Dios en términos que solo resultan significativos en una relación de persona a persona. Por ello, podemos hablar de ciertas cualidades mentales y morales de Dios en la forma en que lo hacemos del carácter humano; sin embargo, Dios es infinitamente más grande que la suma de todos sus atributos, los cuales hallamos designados en sus nombres y resulta significativo que sus nombres aparecen en el contexto de las necesidades de su pueblo. Por lo tanto, parecería más acorde con la revelación bíblica tratar cada atributo como una manifestación de Dios en la situación humana que la hizo necesaria: compasión en presencia del sufrimiento, paciencia y tolerancia ante aquello que merece castigo, gracia en presencia de la culpa, misericordia frente a la penitencia… todo lo cual sugiere que los atributos de Dios designan la relación en la cual él se brinda a quienes lo necesitan. En ello encontramos la indudable verdad de que Dios, en toda la plenitud de su naturaleza, se encuentra en cada uno de sus atributos, de modo que nunca hay más de un atributo que de otro, nunca más amor que justicia, o misericordia que rectitud. Cada uno de sus atributos se relaciona entre sí y se encuentran en todo lo que dice y hace, ya que no se pueden desligar. 

d. Su voluntad

Dios es soberano. Esto significa que prepara sus propios planes y los lleva a cabo en su momento y a su manera. Es simplemente una expresión de su inteligencia, su poder, y su sabiduría suprema, puesto que la voluntad de Dios no es arbitraria, sino que actúa en completa armonía con su carácter; es la expresión de su poder y su bondad como la meta final de toda la existencia.

Debemos hacer, sin embargo, una distinción entre la voluntad de Dios que prescribe lo que debemos hacer nosotros, y la voluntad por la cual determina lo que él mismo ha de hacer. Los teólogos distinguen entre la voluntad decretiva de Dios, por medio de la cual decreta todo lo que va a pasar, y su voluntad preceptiva, por medio de la cual asigna a sus criaturas los deberes que les corresponden. La voluntad decretiva de Dios siempre se cumple, mientras que a veces se desobedece su voluntad preceptiva.

Cuando consideramos el imperio soberano de la voluntad divina como la base última de todo lo que acontece, ya sea activamente, haciendo que ocurra, o pasivamente, permitiendo que suceda, reconocemos la distinción entre la voluntad activa de Dios y su voluntad permisiva. Por lo tanto, debemos atribuir la entrada del pecado en el universo a la voluntad permisiva de Dios, ya que el pecado es una contradicción de su santidad y su bondad. Hay así una esfera en la que predomina la voluntad de Dios, y una en la que sus criaturas tienen libertad para actuar. La Biblia nos muestra ambas en acción. La nota predominante en el A.T. es la que expresa Nabucodonosor: “él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Dn. 4:35). En el N.T. encontramos un impresionante ejemplo de la voluntad divina resistida por el desprecio del hombre, cuando Cristo dio expresión a su grito de dolor ante la actitud de Jerusalén: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt. 23:37). Sin embargo, la soberanía de Dios nos asegura que un día todo se rectificará a fin de que contribuya a su propósito eterno, y que finalmente será contestada la petición de Cristo: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.

Es verdad que no podemos reconciliar la soberanía de Dios con la responsabilidad del hombre porque no entendemos la naturaleza del conocimiento divino, y porque nos falta la comprensión de todas las leyes que gobiernan la conducta humana. En la Biblia vemos que toda la vida se rige según la voluntad de Dios, quien la sostiene, en quien vivimos, y nos movemos, y tenemos nuestro ser, y que de la misma manera en que el ave es libre en el aire y el pez en el mar, el hombre encuentra su verdadera libertad en la voluntad de Dios que lo creó para él.

e. Su revelación y subsistencia

En su vida esencial, Dios es una comunión. Esta es una revelación suprema de Dios que nos ofrece la Sagrada Escritura: que la vida de Dios es, eternamente y dentro de sí mismo, una comunión de tres personas iguales y a la vez perfectamente distinguibles entre sí: el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Así pues, Dios extendió esa comunión, que esencialmente es propia de sí mismo, hacia sus criaturas. Esto se puede inferir de la orden divina para crear al hombre: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”, que fue expresión de la voluntad de Dios, no solamente de revelarse como comunión, sino también de abrir esa vida de comunión a las criaturas morales que hizo a su imagen, y a las que dotó para que la disfrutaran. Si bien es cierto, que por el pecado, el hombre perdió su capacidad de gozar de esa comunión santa, también es cierto que Dios quiso que fuera posible devolvérsela. En efecto, se ha observado que fue ese el supremo fin de la redención: la revelación de Dios en tres personas actuando en aras de nuestra restauración: con amor electivo que nos reclama (Padre), con amor redentor que nos libera (Cristo), y con amor regenerador que nos restaura a la comunión con él (Espíritu Santo). 

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