El conocimiento
de Cristo que el Espíritu Santo imparte al creyente por medio de las
Escrituras, le beneficia de diferentes maneras. Como ilustración miremos el pan
que Dios dio a los hijos de Israel durante su peregrinaje en el desierto; se
dice que unos recogían más y otros menos (Éx. 16:17). Lo mismo es verdad de
nuestra relación personal con Cristo, de quien el maná era un tipo. Hay algo en
la maravillosa persona de Cristo que es exactamente apropiado a cada condición,
cada circunstancia, cada necesidad, tanto en el tiempo presente como en la
eternidad. Hay una inagotable plenitud en Cristo (Jn. 1:16) que está disponible
para que tomemos de ella y los principios que regulan la medida en que
recibimos son nuestra disposición, nuestra fe y su gracia (2 Tim. 2:1; Mt.
9:29). El es el pan de vida que descendió del cielo (Jn. 6:32-35) y es infinitamente
superior al maná dado por Dios al pueblo de Israel en el desierto.
1. Un individuo se beneficia de las Escrituras
cuando éstas le revelan su necesidad de Cristo.
El hombre en su
estado natural se considera autosuficiente aunque él tiene una vaga percepción
de que hay algo que no está del todo bien entre él y Dios; sin embargo, no
tiene tanta dificultad para convencerse de que Dios puede hacer lo necesario
para ayudarle. Este punto se encuentra en toda forma de religión que profese la
fe en un ser superior.
Dile a un devoto
religioso formalista que los que viven según la carne no pueden agradar a Dios
(Rom. 8:7, 8) y luego su urbanidad y cortesía son sustituidas por asombro y
hasta irritabilidad. Así era cuando Cristo estaba en la tierra: el pueblo más
religioso de todos, los judíos, no tenían sentido de que estaban perdidos y en
desesperada necesidad de un Salvador Todopoderoso.
Jesús dijo: “Los sanos no tienen necesidad de médico,
sino los enfermos” (Mt. 9:12). Es la misión particular del Espíritu Santo,
por medio de su aplicación de las Escrituras, el convencer a los pecadores de
que están viviendo lejos de Dios y de su ley, por lo cual están perdidos y bajo
el justo juicio de Dios. El Espíritu Santo les hace ver su condición caída y
pecaminosa, y que no pueden restaurarse a sí mismos delante de Dios (Is. 1:6).
Cuando el
Espíritu nos convence de pecado (nuestra ingratitud y nuestra desobediencia a
su perfecta voluntad)… cuando insiste en los derechos de Dios (su derecho a
nuestro amor, obediencia y adoración)… cuando nos muestra todos nuestros
intentos fallidos para agradar a Dios por nuestra propia fuerza… entonces nos
presenta a Cristo en las Escrituras y reconocemos que él es nuestra única
esperanza, porque seremos juzgados de forma justa por nuestras malas acciones,
excepto si nos acogemos a él como nuestro Salvador y como el camino, la verdad
y la vida (Jn. 14:6).
Esta obra del
Espíritu Santo no se limita a una experiencia inicial de conversión porque
cuando más el Espíritu profundiza su obra de gracia en el alma regenerada, más
consciente se vuelve el individuo de su contaminación, su pecaminosidad y su
miseria… y más descubre su necesidad de la preciosa sangre que nos limpia de
todo pecado, y le da valor. El Espíritu está aquí para glorificar a Cristo, y
la manera principal en que lo hace es abriéndonos los ojos más y más para que
veamos por quién murió Cristo y cuán apropiado es él para nosotros que somos
criaturas caídas y contaminadas por el pecado. El profeta Isaías lo expresó de
forma muy clara en su libro: “Si bien
todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de
inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos
llevaron como viento” (Is. 64:6). Sí, cuanto más nos beneficiamos realmente
de nuestra lectura de las Escrituras, más vemos nuestra necesidad de Cristo.
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