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domingo, 23 de noviembre de 2014

¿Quién es Dios? Parte IV


b. Su naturaleza

En su naturaleza, Dios es espíritu puro, lo cual quiere decir que habita en el ámbito espiritual; no obstante, puede manifestarse en el ámbito material humano.

Cristo hizo la siguiente revelación acerca de Dios Padre como objeto de nuestra adoración: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn. 4:24). En esta expresión se hace referencia a la naturaleza de Dios como espíritu puro y espíritu divino. Asimismo, en la carta a los Hebreos se le llama Padre de los espíritus (Heb. 12:9).

Ahora bien, debemos distinguir entre Dios y las criaturas espirituales (ángeles, hombres). Cuando decimos que Dios es espíritu puro lo hacemos para poner de manifiesto que no es parcialmente espíritu y parcialmente cuerpo, como es el caso del hombre.

Dios no tiene presencia física en su naturaleza, pero puede llegar a manifestarse como él quiera según el momento y el lugar:

·      Como tres varones (Gn. 18).
·      Como un varón con una espada en la mano (Jos. 5:13-15).
·      Como un ángel (Gn. 21:17, 18; 22:11, 12).
·      Como fuego (Éx. 3:2; 40:38).
·      Con partes similares a las del cuerpo humano: mano, espaldas (Éx. 33:18-23; 34).
·      En una nube (Éx. 34:5,6; 40:34,35).
·      Desde un torbellino (Job. 38:1).
·      Hablando audiblemente (Éx. 34:10; Mt. 3;17).
·      En sueños (1 Rey. 3:5:15).
·      Sentado en su trono ante millones de ángeles en el cielo (Job 1:6).
·      Sentado en un trono alto y sublime, y sus faldas llenando el templo, pues tiene vestiduras (Is. 6:1, 2).
·      Con semejanza de hombre, sentado sobre un trono, con apariencia de fuego y resplandor alrededor; con lomos, que es la parte inferior y central de la espalda (Ez. 1:26-28).
·      Como un Anciano de días, cuyo vestido era blanco como la nieve, y el pelo de su cabeza como lana limpia; su trono es como llama de fuego, y las ruedas del mismo, fuego ardiente (Dn. 7:9).
·      Como paloma (Mt. 3:16).
·      Cristo se transfiguró (cambió su apariencia humana) delante de los discípulos: rostro resplandeciente y vestidos blancos como la luz (Mt. 17:1, 2).
·      Al resucitar, su cuerpo glorificado tenía pies (Mt. 28:9; Lc. 24:40; Jn. 20:27), boca (v. 18), y manos (Lc. 24:35, 40; Jn. 20:27).

Existen muchas referencias más que nos enseñan que Dios se manifiesta como él quiere, cuando él quiere, donde él quiere y a quién él quiere; sin embargo, todos estos versículos hay que interpretarlos de acuerdo al contexto donde se encuentran y es necesario entender que siempre tienen un plan específico y una revelación concreta. Por consiguiente, hay revelaciones simbólicas y hay revelaciones literales; cada uno debe pedir al Espíritu Santo el entendimiento para comprender bien.

Cuando la Biblia muestra que Dios tiene ojos, oídos, manos, y pies, lo hace en un intento de trasmitir la idea de que está dotado de las facultades que corresponden a dichos órganos en el cuerpo, porque si no habláramos de Dios en términos físicos, no podríamos hablar de él de ninguna manera, ya que esto nos permite comprenderlo desde nuestra óptima humana. Por cierto que esto representa la autenticidad de la palabra de Dios, ya que utiliza escritores humanos para describirnos al Dios eterno, aunque él es Espíritu y esta característica no es una forma limitada o restringida de existencia, sino la unidad perfecta del ser.

Es muy complejo saber cómo es Dios, cuál es su forma o su figura espiritual; lo más especial es saber que nos creó con sus facultades, sentidos y capacidades, a su imagen y semejanza.

Dios es infinito en sus facultades, nosotros somos finitos. Dios tiene una visión, una audición, un entendimiento y unos sentidos ilimitados; nosotros tenemos una visión, un oído, una inteligencia y unos sentidos limitados.

Cuando decimos que Dios es espíritu infinito, nos encontramos completamente fuera del alcance de nuestra experiencia, ya que nosotros estamos limitados con respecto al tiempo y el espacio, al conocimiento y el poder. Dios es esencialmente ilimitado, y cada elemento de su naturaleza es ilimitado. Llamamos a su infinitud con respecto al tiempo, eternidad… con respecto al espacio, omnipresencia… con respecto al conocimiento, omnisciencia… y con respecto al poder, omnipotencia.

Su infinitud significa también que Dios trasciende todo el universo; pone de manifiesto su independencia de todas sus criaturas como espíritu autoexistente. No está limitado por lo que llamamos la naturaleza, sino infinitamente exaltado por encima de ella. Incluso aquellos pasajes de la Escritura que dan realce a su manifestación local y temporal también nos muestran su exaltación y omnipotencia ante el mundo como Ser eterno, Creador y Juez soberano.

“¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con pesas los collados? ¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole? ¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?  He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas; he aquí que hace desaparecer las islas como polvo. Ni el Líbano bastará para el fuego, ni todos sus animales para el sacrificio. Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es” (Is. 40:12-17)

Al mismo tiempo, la infinitud de Dios expresa su inmanencia. Con ello queremos hacer referencia a su presencia en todo lo creado y su poder dentro de su creación. No se mantiene apartado del mundo, como simple espectador de la obra de sus manos; está en todo, lo orgánico y lo inorgánico, y actúa desde adentro hacia fuera, desde el centro de cada átomo, y desde las más recónditas fuentes del pensamiento, la vida y el sentimiento.

En pasajes como Is. 57 y Hch. 17, tenemos una expresión de la trascendencia y la inmanencia de Dios. En el primero vemos su trascendencia en la expresión “el alto y sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo”, y su inmanencia en cuanto “habita… con el quebrantado y humilde de espíritu” (Is. 57:15). En el segundo pasaje, Pablo se dirige a los atenienses afirmando su trascendencia: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas”, y luego afirma su inmanencia como el que “… no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos…” (Hch. 17:27, 28).

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