b. ¿Dios nos llama a vivir en santidad?
Algunos piensan
que la santidad solo puede aplicarse sobre algunos privilegiados “santos” que
vivieron en otras épocas y que por gracia de Dios fueron llamados y elegidos
para ser santos, pero este llamado lo hizo Dios a todos aquellos que creen en
su palabra y en su Hijo Jesucristo, ya que la santidad que Dios demanda no se
logra por esfuerzo humano, sino que es fruto de la fe en Cristo como Salvador y
en la sangre de Cristo que nos purifica de toda maldad.
La santificación
es lo que nos lleva a ser santos para Dios y ante los hombres. Indiscutiblemente,
es una acción que involucra la voluntad del hombre y que lo lleva a apartarse
de toda especie de mal. Por ende, la santificación se logra mediante el deseo
del creyente de consagrarse a Dios y agradarle en todo, lo cual solo se PRODUCE
y se MANTIENE por el favor de Dios. El derrama su gracia sobre nosotros y nos
ayuda a vivir en santidad, por medio de la obra del Espíritu Santo y a través
de la obediencia a la Palabra de Dios. Así pues, Pablo dice: “Examinadlo todo; retened lo bueno.
Absteneos de toda especie de mal. Y el mismo Dios de paz os santifique por
completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado
irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os
llama, el cual también lo hará” (1 Ts. 5:21-24).
Nuestra responsabilidad
como cristianos auténticos y fieles es examinarlo todo, retener lo bueno,
abstenernos de toda especie de mal y confiar en la obra de Dios, el cual nos
santifica por completo (espíritu, alma y cuerpo, en cada área de nuestra vida,
por dentro y por fuera) para que seamos irreprensibles en Cristo para la
eternidad (sea que enfrentemos la muerte o que participemos en vida del
arrebatamiento de la Iglesia).
El término irreprensible en griego es amémptos que significa sin falta, sin
defecto. En otras palabras, la voluntad de Dios es que siempre estemos limpios
y sin pecado, que cada día nos humillemos ante él y pidamos perdón por nuestras
faltas y que cuando partamos de esta tierra, estemos viviendo de forma sincera
delante de Dios.
Si evaluamos de
forma honesta nuestra condición humana inclinada al pecado, tenemos que
concluir que por nuestras fuerzas no podemos agradar a Dios, pero con su ayuda,
todo es posible.
Dios nos llama a
ser santos y nos da también la capacidad de agradarle mediante su gracia, su
fuerza, su palabra, la sangre de Cristo y la obra del Espíritu Santo.
La santidad que
Dios demanda se evidencia en nuestros valores, principios, actitudes y acciones
diarias. Pablo dice: “Vestíos, pues, como
escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad,
de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y
perdonándoos unos a otros, si alguno tuviere queja contra otro. De la manera
que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas
vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. Y la paz de Dios gobierne en
vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y
sed agradecidos” (Col. 3:12-15).
Un verdadero
escogido de Dios, será santo y amado delante de Dios y de los hombres; por
consiguiente, Dios y los hombres deben ver en esa persona misericordia,
benignidad, humildad, mansedumbre, paciencia, amor fraternal, perdón, paz y
agradecimiento. Sin embargo, lo más importante es el amor. Así pues, la
santidad sin amor no funciona y se torna en religiosidad, pero quien tiene
estas cualidades, ellas son su vestido espiritual diario y todos podrán notar
que ese cristiano es completamente diferente al resto de la gente que le rodea.
Si decimos que
somos cristianos, debemos andar como Cristo anduvo, y esto incluye la santidad:
“El que dice que permanece en él, debe
andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Por tanto, en todo aspecto de la vida,
Cristo es el modelo a seguir y debemos reflejar la imagen de Cristo en cada
área de nuestro caminar diario.
En el A.T.,
vemos que Moisés fue guiado por Dios a poner unos accesorios especiales sobre
el cuerpo del sumo sacerdote Aarón; entre ellos, se destaca la diadema santa
que era una lámina de oro fino que tenía la inscripción: “Santidad a Jehová” (Lv. 8:6-9; Éx. 28:36-38). Esta diadema debería
estar continuamente sobre la cabeza del sumo sacerdote y era visible a los ojos
de todo Israel como un recordatorio de que Dios demandaba santidad al sacerdote
y al pueblo, pero también era un recordatorio para Dios de las ofrendas
expiatorias que presentaba Israel por sus pecados, a fin de obtener gracia
delante del Señor.
Aquí vemos una
lección espiritual: en Cristo, hemos sido hechos reyes y sacerdotes para Dios
(1 Ped. 2:9, 10); por eso, Dios quiere que todos vivamos en santidad (hombres y
mujeres que profesan creer en Cristo y seguir a Cristo, sin importar su función
o su posición dentro de la iglesia); esta santidad la debemos llevar sobre
nuestra frente como una señal de nuestra identidad como pueblo apartado del
pecado para Dios. Este testimonio de santidad es una señal para los hombres de
que estamos consagrados a Dios y es una señal para Dios de que la sangre del
Cordero (Cristo) ha limpiado nuestros pecados.
En Sal. 93:1-5,
el escritor medita en los testimonios del poder de Dios y de su grandeza en
medio de su creación. Además, considera el gobierno absoluto de Dios sobre todo
y sobre todos, siendo eterno e inalterable. Luego de expresar estas verdades
poderosas acerca de Dios, viene una conclusión maravillosa: “Tus testimonios son muy firmes; la santidad
conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Sal. 93:5).
Realmente, cuando meditamos en el poder, la grandeza, los atributos y las
capacidades divinas, con un corazón sincero, debemos rendirnos ante él y desear
su santidad en nosotros y en medio de una congregación de hombres y mujeres que
profesen piedad.
La santidad es
un requisito dentro de la casa de Dios que es el lugar donde se reúne el pueblo
de Dios pero la casa de Dios también es el mismo pueblo de Dios como habitación
del Señor (Heb. 3:1-6), como cuerpo espiritual o comunidad y como individuos,
porque somos templos del Espíritu Santo (1 Cor. 6:19, 20). Así pues, debemos de
glorificar a Dios en nuestro cuerpo (siendo santos por fuera) y en nuestro
espíritu (siendo santos por dentro).
La palabra conviene tiene su origen en el término
hebreo naá que significa ser
agradable, apropiado y hermoso. Por tanto, la santidad embellece, hermosea y
además, es propia, es natural… es la esencia de la casa de Dios. Si alguien no
posee esta cualidad, si una congregación no tiene este atributo, no se puede
considerar una casa de Dios.
Todo creyente,
todo grupo de creyentes y toda congregación que se identifique con Cristo, debe
darle prioridad a la santidad como uno de los distintivos más importantes del
pueblo de Dios. Claro está que la santidad incluye el amor genuino, la unidad
fraternal y toda virtud cristiana, pero esta santidad no sería posible si Dios
no proveyera los recursos necesarios para cumplir con su voluntad y estos
recursos los encontramos al leer y estudiar las Sagradas Escrituras.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario